No debemos temer al envejecimiento, sino aprovecharlo
El argumento de la catástrofe demográfica ya es bien conocido: el descenso de las tasas de natalidad causará una contracción de la población, mientras que la mayor esperanza de vida incrementará el costo de las pensiones y de la atención a las personas mayores. En términos relativos, habrá menos trabajadores para sufragar todos esos gastos.
Este relato es parcialmente cierto: en el conjunto del mundo, una de cada diez personas tiene más de 65 años y se prevé que esa proporción se duplique durante los próximos 50 años (gráfico 1). La población ya ha comenzado a reducirse en países como Japón y China, que, como Europa, también están experimentando un pronunciado incremento de la edad mediana de sus habitantes.
Sin embargo, el pesimismo en torno al envejecimiento demográfico está sesgado. De hecho, la combinación del aumento de la población mayor y su mayor predisposición a trabajar convierte a estos ciudadanos en esenciales para el dinamismo económico.
En Europa, el 90% del incremento del número de trabajadores en el último decenio —17 millones de personas ocupadas más— se debió a un fuerte aumento del número de trabajadores mayores de 50 años, según la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos. En Japón, la proporción es aún más elevada. En ambos lugares, los trabajadores de más edad son ya el principal motor del crecimiento del PIB.
Este es solo uno de los componentes del “dividendo de la longevidad” que las sociedades pueden cosechar si nos replanteamos nuestro enfoque del envejecimiento (Scott, 2024). Para empezar, conviene reformular el debate sobre las políticas de dos maneras fundamentales.
Primero, hemos de dejar de ver el envejecimiento de las sociedades como un problema. Esa es una forma sorprendentemente negativa de plantear uno de los mayores logros del siglo XX: que la mayoría de los seres humanos vivan más tiempo y con mejor salud. Estamos ante una oportunidad.
Segundo, se debe dejar de perseguir el objetivo inviable de cambiar el comportamiento individual de las personas para preservar los sistemas actuales. El foco debe ponerse en ayudar a las personas a adaptarse a la mayor esperanza de vida, proporcionándoles el apoyo que necesiten para vivir mejor esa vida más larga.
Esta perspectiva nos lleva a un nuevo enfoque del envejecimiento basado en el rediseño de los sistemas de salud y el aumento de la inversión en el capital humano de los grupos de edad más avanzada, con miras a sacar partido de las oportunidades que brinda una población mayor y más experimentada.
Adaptarse a la longevidad
En el siglo XX, el hecho de que más personas vivieran entre 40 y 60 años significó que eran más los años en que las personas tendían a estar empleadas y gozar de una salud relativamente buena. En el siglo actual, la esperanza de vida ha aumentado a entre 60 y 90 años. Si la conducta de las personas no cambia y los sistemas siguen basándose en la esperanza de vida del siglo anterior, el costo de las pensiones y la atención de la salud aumentarán y lastrarán las economías, especialmente las de los países más ricos.
En el plano individual, la mayor esperanza de vida causa profundos cambios en las expectativas. Cuando hay muy pocas posibilidades de llegar a la vejez, invertir en beneficio de nuestro yo octogenario no tiene sentido. Pero ahora que la esperanza de vida supera los 70 años a escala global, e incluso los 80 en un número cada vez mayor de países, es más que razonable.
Esta lógica tiene consecuencias radicales para nuestros sistemas de salud, educativos, laborales y financieros, ámbitos en los que han dejado de funcionar los enfoques tradicionales.
El aumento de la edad legal de jubilación genera una resistencia generalizada. Las políticas destinadas a elevar las tasas de natalidad son caras y tienen efectos relativamente moderados, puesto que van contra las preferencias individuales. La inmigración plantea otros retos políticos.
Además, estas dos últimas políticas se centran en cambiar el tamaño relativo de los distintos grupos de edad, pero no abordan el problema más profundo de la adaptación a una vida más prolongada. Si la longevidad es lo que hace que nuestros sistemas de pensiones y de salud sean insostenibles, unas tasas de natalidad más altas o un aumento de la inmigración solo retrasan la hora de la verdad financiera.
Invertir en el capital humano y social de nuestros últimos años es la única solución sostenible para los retos que plantea el envejecimiento de la sociedad.
Incremento de la morbilidad
El aumento de la esperanza de vida a lo largo del siglo anterior causó una transición epidemiológica, en la que la carga sanitaria se desplazó de las enfermedades infecciosas a las enfermedades crónicas no transmisibles (Omran, 1971). Estas últimas representan actualmente el 60% de las enfermedades a escala mundial, y el 81% en la Unión Europea.
Como consecuencia de esta transformación de la carga de morbilidad, la esperanza de vida en buena salud no ha aumentado tan rápido como la esperanza de vida general, lo que se ha traducido en un incremento de la morbilidad. Existe el riesgo de que los actuales sistemas de salud nos mantengan con vida durante más tiempo, pero no con buena salud, con un costo cada vez mayor para las personas, las familias y la sociedad.
En resumen, en el siglo XX añadimos años a la vida. En el XXI, debemos insuflar vida a esos años adicionales.
Esto requiere un giro hacia la prevención de las enfermedades crónicas y el mantenimiento de la salud, y no centrarnos solo a tratar a las personas cuando están enfermas. Tres factores hacen que este giro hacia la prevención sea más factible y también más deseable.
Primero, la mayor longevidad significa que la mayoría de las personas pueden padecer alguna enfermedad crónica en algún momento de su vida.
Segundo, la creciente disponibilidad de datos genéticos y de riesgos estructurales posibilita la realización de intervenciones focalizadas. Dada la importancia de los factores socioeconómicos para la salud, esto apunta también a un claro vínculo entre la reducción de la pobreza y la mejora de la salud de un país.
Tercero, los avances en la biología prometen formas más eficaces de prevención. El fuerte impacto de los medicamentos GLP-1, como Ozempic y Wegovy, muestra que una misma clase de fármaco puede contribuir a posponer la incidencia de múltiples enfermedades. Del mismo modo, los avances en la biología del envejecimiento podrían permitir crear medicamentos que combatan directamente las enfermedades relacionadas con él.
La mayor inversión en ciencias de la vida y en biofármacos debería permitir el desarrollo de este tipo de terapias, así como modos de prevención que funcionen mejor y sean más rentables. Entre los ámbitos prometedores cabe citar vacunas mejoradas para las personas mayores que aprovechan los posibles avances de la gerociencia, las terapias contra el cáncer, la biología sintética y la genómica.
Un enfoque en la salud a lo largo de la vida
Para hacer hincapié en la prevención hace falta un cambio radical. Si el objetivo es que las personas lleguen en buen estado de salud a los 90 años, el enfoque en la salud a lo largo de la vida debería empezar en la infancia o, como mínimo, en la mediana edad. El próximo paso es convertir las medidas de la esperanza de vida en buena salud en un parámetro fundamental para la asignación del gasto en salud, en lugar de basar las mediciones en función del tratamiento de enfermedades y las operaciones realizadas.
El financiamiento es un desafío evidente. Los costos sanitarios y de atención social ya están aumentando en la Unión Europea debido al envejecimiento demográfico, de manera que la prevención entraña un gasto adicional. Esto obliga a aumentar la deuda pública o encontrar financiamiento innovador, como los bonos de impacto social, que permiten incrementar el gasto en salud hoy financiándolo con los beneficios futuros.
Las considerables mejoras de la esperanza de vida en el siglo XX fueron el resultado de innovaciones de primer orden en los ámbitos sanitario, farmacéutico y de la salud pública. Para prolongar sustancialmente la longevidad en buena salud en este siglo se necesitará también innovación.
Como se ha demostrado en Japón, la robótica puede ofrecer soluciones en el ámbito de la atención, especialmente cuando no se dispone de suficiente personal de enfermería y auxiliar. La innovación digital y la inteligencia artificial también tienen un gran potencial para afinar la medicina personalizada y mejorar la prevención, siempre que se invierta en la educación digital para todas las edades y todos los grupos sociales.
Pasar de tratar las enfermedades a centrarse en la salud obliga a abordar los muchos factores socioeconómicos que afectan a la salud. Para ello es necesario que se impliquen también sectores ajenos al sanitario, como las empresas, todos los niveles del gobierno, las comunidades y los sectores alimentario y de la vivienda, por citar solo algunos.
Esta perspectiva más amplia favorece medidas de política como el aumento de los impuestos que gravan los alimentos poco saludables y la realización de campañas de salud pública que fomenten el ejercicio físico y la vida sana. Además, en un mundo en el que la población se contrae, cada vez tendrá más sentido en términos económicos luchar contra las desigualdades: la sociedad debe ayudar a todas las personas a realizar la mayor contribución posible.
Impulsar el empleo
Casi el 90% de los europeos de entre 45 y 49 años forman parte de la población activa, pero la participación en la fuerza laboral se reduce hasta menos de la mitad en el grupo de edad entre 60 y 65 años, a pesar de que las personas viven más años y, por consiguiente, gastan más.
Por tanto, es comprensible que el debate sobre las políticas se centre en la modificación de la edad legal de jubilación. Sin embargo, aunque elevar esa edad ayuda al fisco, contribuye poco a que las personas sigan trabajando más tiempo.
Impulsar el empleo a partir de los 50 años requiere una gama mucho más amplia de políticas dirigidas a más grupos de edad. Los ámbitos en los que se debe trabajar incluyen la salud, las competencias y la creación de empleo adaptado a todas las edades.
Cuando la población envejece, la salud es importante no solo para el bienestar individual, sino para la economía en su conjunto. En el Reino Unido, una persona a la que se le diagnostica una enfermedad cardiovascular a los 50 años tiene 11 veces más de probabilidades de dejar de trabajar.
Volver al trabajo es especialmente difícil para las personas de edad avanzada, lo que significa que las políticas de salud preventivas aportan un gran valor en términos macroeconómicos. Datos del Reino Unido sugieren que una reducción del 20% en la incidencia de seis enfermedades crónicas principales incrementa el PIB un 1% en el plazo de cinco años y un 1,5% en el plazo de diez, gracias al aumento de la participación en la fuerza laboral (Schindler y Scott, de próxima publicación). El efecto es más pronunciado en el caso de los trabajadores del grupo de edad entre 50 y 64 años.
Pero la buena salud no basta por sí misma para que las personas sigan trabajando más tiempo. También se necesita el tipo de puestos de trabajo adaptados a las personas mayores que estas prefieren: con horarios más flexibles, menos exigentes desde el punto de vista físico y con mayor autonomía. Al reducir la competencia entre los trabajadores más jóvenes y los mayores, estos puestos de trabajo limitan el impacto sobre las carreras profesionales de estos últimos.
Aunque los trabajos adaptados a las personas mayores son cada vez más habituales, muchas profesiones, como las del sector de la construcción, continúan siendo difíciles para los trabajadores de más edad. Esto pone de relieve la necesidad de adoptar políticas que contribuyan al reciclaje profesional y a la transición a nuevas profesiones a lo largo de toda la vida, así como leyes contra la discriminación por razón de edad.
Esas políticas no solo impulsarán el empleo, sino que también incrementarán la eficacia del aumento de la edad legal de jubilación y ofrecerán un contrato social más justo para la adaptación a una vida más larga.
Los factores demográficos no determinan nuestro destino
La narrativa sobre el envejecimiento demográfico hace hincapié en que si no nos adaptamos a una vida más larga, corremos el riesgo de sobrevivir a nuestra salud, nuestro dinero, nuestras relaciones e incluso nuestras ganas de vivir.
En 1951, el poeta galés Dylan Thomas escribió un poema titulado en español “No entres dócilmente en esa buena noche” dedicado a su padre moribundo, en el que hablaba de luchar contra la muerte y retrasar lo inevitable. De manera análoga, no deberíamos aceptar sin luchar que los factores demográficos determinen nuestro destino.
Gran cantidad de acciones individuales y políticas públicas pueden influir en la forma en que envejecemos. Si concedemos la máxima prioridad a la adaptación a una vida más larga, podemos lograr un triple dividendo de longevidad: vidas más largas, en mejor estado de salud y más productivas.
Nuestro futuro exige que aprovechemos esta oportunidad.
Las opiniones expresadas en los artículos y otros materiales pertenecen a los autores; no reflejan necesariamente la política del FMI.
Referencias:
Omran, A. R. 1971. “The Epidemiologic Transition.” Milbank Memorial Fund Quarterly 149: 509–38.
Schindler, Y., and A. J. Scott. Forthcoming. “The Macroeconomic Impact of Chronic Diseases in the United Kingdom.” Journal of the Economics of Ageing.
Scott, A. J. 2024. The Longevity Imperative: How to Build a Healthier and More Productive Society to Support Our Longer Lives. New York: Basic Books.