La búsqueda del crecimiento económico es una de nuestras ideas más preciadas, pero también una de las más peligrosas

Una de las pocas cosas en las que coinciden los políticos es que necesitamos más crecimiento económico. Casi todos los países entraron renqueando en el siglo XXI: Japón y Alemania a mediados de la década de 1990, Estados Unidos y el Reino Unido a mediados de los años 2000, China desde mediados de la década de 2010. Tras dos décadas de crisis sucesivas, la mayoría de las economías son una sombra tenue de lo que fueron, y los líderes políticos han situado el crecimiento en lo más alto de sus prioridades.

Hemos ido avanzando hacia este momento. En las últimas décadas, la búsqueda del crecimiento se ha erigido implacablemente en una de las actividades definitorias de nuestra vida en común. Lo que determina nuestro éxito colectivo es cuánto podemos producir en un período concreto. La fortuna de nuestros líderes políticos depende abrumadoramente de que suba o baje una cifra: el producto interno bruto (PIB).

Sin embargo, rara vez nos paramos a preguntarnos cómo se ha producido este ascenso imparable y, lo que es más importante, si es algo bueno. Porque tenemos un gran problema. Si nos fijamos en los retos más graves a los que se enfrenta hoy nuestro planeta —desde el cambio climático y la destrucción del medio ambiente hasta la creación de tecnologías poderosas, como la IA, cuyos efectos disruptivos aún no podemos controlar adecuadamente—, las huellas del crecimiento están por todas partes. En efecto, puede que sea una de nuestras ideas más preciadas, pero también se está convirtiendo en una de las más peligrosas.

Una nueva obsesión

Nuestra obsesión por el crecimiento hace pensar que debe de tener una historia ilustre, que grandes pensadores habrán debatido antaño sobre su valor y lo elevaron a la posición incuestionable que ocupa hoy. Pero no es así. Se trata de una preocupación extremadamente reciente. Durante la mayor parte de los 300.000 años de historia de la humanidad, la vida estaba estancada. Da igual que fuera usted un cazador-recolector de la Edad de Piedra o un jornalero agrícola del siglo XVIII, habría tenido una vida económica similar, atrapado en una lucha incesante por la subsistencia.

A la mayoría de los economistas clásicos les habría parecido inimaginable la búsqueda activa del crecimiento como una prioridad de las políticas. Los padres fundadores de esta disciplina —Adam Smith, David Ricardo, John Stuart Mill— daban por sentado la perspectiva de un inminente “estado estacionario” en el que cualquier período de florecimiento material llegaría inevitablemente a su fin. De hecho, incluso si esa idea se les hubiera ocurrido a aquellos primeros pensadores, habría sido imposible en la práctica, pues las mediciones fiables del tamaño de la economía no surgieron hasta la década de 1940.

Estas figuras clásicas no fueron las únicas que no le prestaron atención al crecimiento. Casi ningún político, autoridad o economista —nadie— habló de la búsqueda del crecimiento antes de la década de 1950. Entonces, ¿por qué la idea del crecimiento, desestimada durante tanto tiempo, experimentó un repentino aumento de popularidad a mediados del siglo XX? Una de las principales razones fue la guerra.

Una cuestión básica al librar una guerra es qué porción del pastel económico puede redirigirse hacia el conflicto. Pero, cuando empezó la Segunda Guerra Mundial, esa información no estaba disponible. Y así, en Gran Bretaña, surgió el gran economista John Maynard Keynes y diseñó la primera medición fiable en colaboración con un economista estadounidense, Simon Kuznets. Pero el PIB no es lo mismo que el crecimiento: el primero es una instantánea de cuánto produce la economía en un período determinado, mientras que el segundo implica aumentar esa producción con el tiempo. Entonces, ¿por qué el crecimiento del PIB llegó a importar tanto? Una vez más, la respuesta radica en la guerra, aunque de un tipo diferente.

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, comenzó la Guerra Fría. No había un gran teatro de operaciones en el que los principales adversarios se enfrentaran directamente, ni se disponía de las cifras de los conflictos tradicionales —territorio ganado, soldados perdidos, armas destruidas— para saber quién iba ganando. Por lo tanto, otros indicadores cobraron importancia, y el que más lo hizo era de orden económico: la rapidez con la que crecían las economías estadounidense y soviética.

En buena medida, la Guerra Fría se definió por la preparación para un gran conflicto potencial y la notable acumulación y demostración de poderío militar. Para ello, el crecimiento era fundamental: cuanto mayor fuera la economía de un país, más podía gastar en el ejército. Al mismo tiempo, crecer más que el enemigo llegó a considerarse la forma definitiva de convencer a los ciudadanos de que su bando tenía las de ganar en la batalla general de las ideas: el sistema de mercado frente a la planificación central. Se iniciaba así una nueva era de “crecimientomanía”.

El dilema del crecimiento

Al avanzar el siglo XX, las demandas de la guerra se desvanecieron. Pero la búsqueda del crecimiento no cesó. Resulta que el crecimiento también estaba asociado a casi todos los indicadores de prosperidad humana. De hecho, liberó a miles de millones de personas de la lucha por la subsistencia, reduciendo la pobreza extrema de 8 de cada 10 personas en 1820 a solo 1 de cada 10 en la actualidad. Prolongó y mejoró la vida humana, convirtiendo la obesidad, en lugar de la hambruna, en el principal problema del mundo rico. Y sacó a la humanidad de la ignorancia y la superstición: si 9 de cada 10 personas eran analfabetas en 1820, hoy en día 9 de cada 10 saben leer y escribir.

La lista de beneficios del crecimiento no se detiene ahí. Pero particularmente útil les resultó a los políticos y a las autoridades encargadas de formular políticas. Para empezar, ayudó a pagar las grandes ambiciones de la posguerra: el New Deal, la seguridad social, los planes quinquenales. Además, prometía facilitar considerablemente la política cotidiana, y parecía que todos podían beneficiarse de ello. El crecimiento también hizo que pareciera posible escapar de los conflictos y desacuerdos que tan a menudo asolan a la sociedad. Ese proceso se convirtió, en palabras de un economista, “tanto en la olla de oro como en el arco iris”.

La promesa del crecimiento ha sido, y sigue siendo, incontestable. Pero eso llevó a la complacencia. Líderes políticos, economistas y muchos otros, cegados por las formas en que el crecimiento parecía mejorar la vida, empezaron a creer que el crecimiento no solo era bueno sino que tenía un costo mínimo o nulo. “En Occidente, aunque el crecimiento tiene su precio —declaró un economista británico en una reunión de eminentes científicos a principios de la década de 1960—, puede que al final no sea tan terriblemente alto”. Resultó estar tremendamente equivocado.

La incesante búsqueda de crecimiento ha acarreado un precio enorme, con consecuencias destructivas que aún no comprendemos del todo. Ese precio se suele expresar en términos medioambientales: el crecimiento nos lleva hacia una catástrofe ecológica, los últimos ocho años han sido los más calurosos de la historia de la humanidad y el cambio climático es ahora una emergencia climática. Pero el crecimiento también está relacionado con muchas de las demás preocupaciones principales de la gente sobre el futuro.

Las tecnologías promotoras del crecimiento a las que hemos recurrido también han creado desigualdad: han hecho a la humanidad más próspera, pero también más dividida. Han amenazado el trabajo y socavado la política: la inteligencia artificial y otras tecnologías están alterando los mercados laborales y la vida política de una manera que no está claro que podamos controlar. Y han sido disruptivas para la comunidad, impulsando algunos sectores pero destruyendo otros y diezmando las fuentes tradicionales de sentido colectivo.

El crecimiento nos plantea ahora un dilema. Está asociado a muchos de nuestros mayores triunfos, pero también a muchos de nuestros problemas más graves. La promesa del crecimiento nos impele a perseguirlo cada vez más, pero su precio nos aleja con fuerza de esa búsqueda. Es como si no pudiéramos continuar y, sin embargo, tuviéramos que hacerlo.

El disparate del decrecimiento

El movimiento del “decrecimiento” propone una respuesta radical: si el crecimiento es el problema, entonces menos crecimiento —o incluso ningún crecimiento, o un crecimiento negativo— ha de ser la solución. Esta propuesta, que comenzó entre un puñado de académicos preocupados por la ecología hace unas décadas, se ha extendido y ahora cuenta con el apoyo de destacados ambientalistas y activistas.

Los decrecentistas tienen razón en algo: no podemos continuar en nuestra actual trayectoria de crecimiento. En todo caso, los ambientalistas subestiman el daño que ha hecho el crecimiento, dados todos los problemas adicionales que presenta. Dicho esto, los decrecentistas también cometen varios errores.

Este movimiento se basa en un malentendido sobre el funcionamiento real del crecimiento económico, un error que se refleja en la máxima de que “no es posible un crecimiento infinito en un planeta finito”. En realidad, sí que es posible. El problema es que esta forma de pensar está enraizada en una visión anticuada de la actividad económica, que ve la economía como un mundo material donde lo que realmente importa son las cosas que se pueden ver y tocar, como los equipos agrícolas o las máquinas de las fábricas.

Esta perspectiva material es una distracción. El crecimiento no proviene de utilizar más y más recursos finitos, sino de descubrir más y más formas productivas de utilizar esos recursos finitos. En otras palabras, no proviene del mundo tangible de los objetos, sino del mundo intangible de las ideas. Y el universo de esas ideas intangibles es inimaginablemente vasto; podríamos decir que es infinito. En otras palabras, nuestro planeta finito no es la limitación que importa a la hora de pensar en el futuro del crecimiento económico.

Además, el decrecimiento nos muestra lo catastrófico que sería abandonar por completo la búsqueda del crecimiento. Congelar el PIB per cápita a los niveles actuales exigiría, como otros han señalado, abandonar a 800 millones de personas a la pobreza extrema o recortar los ingresos de los otros 7.100 millones de personas, por no hablar de renunciar a todos los demás beneficios de los niveles de vida más altos.

Ideas poderosas

El punto de partida ha de ser que necesitamos más crecimiento. Sin crecimiento no tendremos ninguna posibilidad de alcanzar nuestras aspiraciones sociales más básicas, desde erradicar la pobreza hasta proporcionar una buena asistencia sanitaria universal, por no hablar de las esperanzas más grandes que deberíamos albergar para el futuro. Es muy falto de imaginación creer que el momento presente es una especie de pico económico y que la humanidad debería hacer una pausa en el crecimiento, y no solo durante los próximos 10 años, o incluso 10.000 años, sino para siempre. Entonces, ¿cómo podemos lograr un mayor crecimiento?

La confiada seguridad de los políticos cuando hablan de lo que se requiere oculta lo poco que sabemos. No obstante, podemos extraer una enseñanza fundamental: el crecimiento proviene del progreso tecnológico, impulsado por el descubrimiento de nuevas ideas sobre el mundo. Preguntarse “¿cómo generamos más crecimiento?” es lo mismo que preguntarse “¿cómo generamos más ideas?”. En mi opinión, hay que hacer cuatro cosas.

 

El crecimiento no proviene de utilizar más y más recursos finitos, sino de descubrir más y más formas productivas de utilizar esos recursos finitos.

Para empezar, debemos reformar nuestro régimen de propiedad intelectual, que con demasiada frecuencia protege el statu quo, mimando a quienes descubrieron ideas en el pasado a expensas de quienes quieren utilizarlas y reutilizarlas en el futuro. Es un régimen anticuado. Por ejemplo, el Convenio de Berna, el principal acuerdo internacional que coordina la ley de derechos de autor, no ha cambiado en más de medio siglo. Y amenaza con desaprovechar las oportunidades de las nuevas tecnologías, como la inteligencia artificial generativa. Ofrece demasiada protección para el material con el que se forman estos sistemas, y sin el cual no pueden funcionar, y demasiado poca para el extraordinario material que crean.

Por otro lado, debemos invertir mucho más en investigación y desarrollo (I+D), cuyas tendencias y niveles son desalentadores. En Francia, los Países Bajos y el Reino Unido, por ejemplo, el gasto en I+D como porcentaje del PIB se ha desplomado desde mediados del siglo XX; en Estados Unidos, lleva décadas estancado en los niveles de finales de la década de 1960. Incluso los esfuerzos del líder mundial en la materia, Israel, que invierte el 5,4% del PIB en I+D cada año, parecen modestos en comparación con la inversión de las empresas punteras: Alphabet, Huawei y Meta destinan más del 15% de sus ingresos a I+D. Un país no es una empresa, pero el contraste revela algo sobre sus prioridades. Ningún país puede esperar un flujo constante de nuevas ideas a menos que dedique recursos suficientes a su descubrimiento.

Pero tenemos que ir más allá. Es fundamental reducir la desigualdad y ayudar a las personas a entrar en los sectores económicos que generan ideas. Por ejemplo, Estados Unidos podría cuadruplicar la innovación si las minorías raciales, las mujeres y los niños de familias con bajos ingresos inventaran al mismo ritmo que los hombres blancos de familias de altos ingresos. Abundan los argumentos morales de peso contra la desigualdad, pero desde un punto de vista económico es también extraordinariamente ineficaz: un mundo en el que algunas personas no pueden descubrir y compartir las ideas que podrían generar y difundir si tuvieran las condiciones adecuadas, es un mundo que se autolimita tanto en lo económico como en lo cultural.

Y por último, y esto es lo más radical, debemos utilizar las nuevas tecnologías para que nos ayuden a descubrir ideas. AlphaFold de DeepMind es un buen ejemplo de ello. En 2020, resolvió el problema del plegamiento de las proteínas y ahora puede calcular la forma tridimensional de millones de proteínas en cuestión de minutos (un investigador humano dedicaría todo su doctorado para hacer lo propio con una sola proteína). Esto transformará nuestra comprensión de las enfermedades y nuestra capacidad para tratarlas en los próximos años. Necesitamos muchos más de esos descubrimientos de ideas basados en la tecnología.

Una oportunidad existencial

Estas intervenciones son nuestra mejor apuesta para descubrir más ideas y generar más crecimiento. Pero por sí solas no resolverán el dilema del crecimiento; de hecho, limitarse a perseguir una mayor prosperidad material a cualquier precio lo agravará. Debemos utilizar todas las herramientas a nuestro alcance para cambiar la naturaleza del crecimiento y hacerlo menos destructivo respecto a las muchas otras cosas que podríamos valorar, desde una sociedad más justa hasta un planeta más sano.

¿Cómo lograrlo? Consideremos lo que ha sucedido con el crecimiento y el clima. En 2008, el economista británico Nicholas Stern, autor del Informe Stern, concluyó que costaría un 2% del PIB reducir las emisiones de carbono en un 80%. Es decir, que existía una disyuntiva complicada entre el crecimiento y el clima, pues el precio de proteger el clima era muy alto. Pero, en 2020, el Comité de Cambio Climático del Reino Unido demostró que el costo de eliminar las emisiones había descendido a tan solo el 0,5% del PIB. La disyuntiva se había disuelto. Ello se debió a que la acumulación de dos décadas de intervenciones importantes —en materia de impuestos y subvenciones, normas y reglamentos y normas sociales— creó un fuerte incentivo para desarrollar tecnologías limpias en lugar de contaminantes. Esto marcó el comienzo de una revolución tecnológica, cuyo ejemplo más llamativo es una reducción del 200% en el precio de la tecnología solar.

La consecuencia práctica es que el crecimiento es más verde que nunca. Más países pueden crecer y reducir las emisiones al mismo tiempo. Esto habría sido difícil de imaginar hace solo 15 años. Y surge una percepción general: al rediseñar radicalmente los incentivos económicos que motivan a las personas, no solo podemos fomentar el desarrollo de nuevas tecnologías para impulsar el crecimiento, sino también dar forma a los tipos de tecnologías que desarrollamos.

Esta es, pues, la gran tarea del presente: reorientar el progreso tecnológico hacia los otros fines que nos importan, hacer crecer la economía, pero también hacer que el mundo sea más justo, más ecológico, menos dependiente de las tecnologías disruptivas y más respetuoso con el entorno. Debemos hacer todo lo posible para que los incentivos que se presenten a las personas no reflejen simplemente sus estrechas preocupaciones como consumidores en un mercado, sino también sus inquietudes más profundas en cuanto ciudadanos en una sociedad.

Vivimos en una época en la que casi todos los días nos llegan historias de nuevos riesgos existenciales y recordatorios aciagos de nuestra supuesta incapacidad para hacerles frente. Pero yo lo veo de otra manera: tenemos una oportunidad existencial.

Estamos ante una oportunidad de renovación moral y tenemos la ocasión de prestar más atención a otros fines valiosos que hemos descuidado hasta ahora. Una manera de lograr esa ambición es reorientar el progreso tecnológico y cambiar la naturaleza del crecimiento. Tenemos la capacidad de mejorar la vida de maneras que ahora no podemos ni imaginar. Nada, en mi opinión, podría ser más importante.

DANIEL SUSSKIND es profesor investigador del King’s College de Londres e investigador asociado principal del Instituto de Ética en la IA de la Universidad de Oxford. 

 

Este artículo se basa en su libro más reciente, Growth: A History and a Reckoning, publicado a principios de este año.

Las opiniones expresadas en los artículos y otros materiales pertenecen a los autores; no reflejan necesariamente la política del FMI.