La primera era de la globalización, registrada hace unos 200 años, ayuda a comprender el giro de hoy en día hacia el nacionalismo económico

 

La “primera era” de la globalización estuvo marcada por profundas contradicciones. Durante los 60 años previos a la Primera Guerra Mundial, el comercio mundial se expandió con rapidez, pese a las barreras arancelarias cada vez más altas erigidas por los crecientes imperios proteccionistas de Estados Unidos, Alemania, Rusia, Francia y Japón. Los conflictos geopolíticos y las guerras comerciales se intensificaron aun cuando los mercados se integraban. Estas contradicciones alimentaron encendidos debates sobre el libre comercio y el nacionalismo económico que dominaban al mundo industrializado de la época.

El nacionalismo económico de la actualidad guarda una inquietante semejanza con la primera era de la globalización, aunque presenta contradicciones aún más profundas. Tras la Gran Recesión de 2008–2009 resurgieron movimientos nacionalistas que se consolidaron como importantes fuerzas políticas y económicas en todo el mundo. Sin embargo, el nuestro es un mundo de extraordinaria interdependencia económica cimentada en avances tecnológicos que el escritor Julio Verne apenas habría podido imaginar.

Entre las décadas de 1840 y 1860, la liberalización del comercio comenzó a perfilarse como el motor de la globalización. Gran Bretaña dio sus primeros pasos hacia el libre comercio a mediados de siglo, cuando los liberales de la nación insular lograron derogar las denominadas Leyes de Cereales: los aranceles proteccionistas aplicables a los cereales extranjeros beneficiaban a los aristócratas terratenientes, pero condenaban a los trabajadores pobres a pagar más por su sustento. Los defensores británicos del libre comercio ofrecieron entonces al público un argumento persuasivo: eliminar los aranceles aplicables a los cereales daría paso a una nueva era de alimentos abundantes y asequibles para las masas hambrientas que se agolpaban en los centros industriales.

Sin embargo, añadieron un argumento más: un mundo pacífico y próspero, basado en la interdependencia económica, sería posible si los rivales imperiales de Gran Bretaña también liberalizaban sus mercados. Al fin y al cabo, ¿qué sentido tenía conquistar colonias o librar guerras por materias primas cuando los productos podían obtenerse mediante competencia pacífica en el mercado? Como dijo Richard Cobden, el “apóstol del libre comercio” británico de mediados de siglo, la liberalización del comercio uniría al mundo de tal manera que las élites terratenientes belicistas ya no podrían “sumir a su pueblo en guerras”.

El sistema nacional

Hubo críticos que no estuvieron de acuerdo, como el germano-estadounidense Friedrich List, un teorizador del proteccionismo. Durante su exilio en Estados Unidos, List adaptó la perspectiva nacionalista económica del siglo XVIII de Alexander Hamilton al contexto de la acelerada globalización de la década de 1840. Tras regresar a Alemania, publicó en 1841 su obra maestra, Sistema nacional de economía política, con la intención de contrarrestar la apología cosmopolita del libre comercio. 

Advirtió que los británicos habían llegado a la cima industrial gracias a décadas de proteccionismo y ahora pretendían “quitar la escalera” para impedir que otros desafiaran su posición como “fabricantes del mundo”. List instó a los rivales imperiales de Gran Bretaña a erigir Estados-nación fuertes con aranceles elevados para fomentar el desarrollo de las industrias nacientes y emprender la expansión colonial para acceder a las materias primas de América Latina, Asia y África.

La propuesta imperialista y proteccionista de List cayó en saco roto entre los europeos y los estadounidenses de la época. Los defensores de la liberalización del comercio parecían estar a punto de imponerse. En 1846, los liberales británicos partidarios del libre comercio celebraron la derogación de las Leyes de Cereales. Gracias a Cobden y a sus seguidores de clase media, Gran Bretaña se convirtió en la primera potencia imperial en abrazar el libre comercio de manera unilateral. Sin embargo, la facción no intervencionista liderada por Cobden en el Parlamento fracasó en sus intentos de limitar las políticas coercitivas de libre comercio aplicadas a mediados de siglo en los territorios coloniales, como India y China.

Cobden y sus seguidores enfocaron entonces su atención en expandir el libre comercio a Estados Unidos y al continente europeo. En 1846, Estados Unidos siguió el ejemplo británico y redujo de manera significativa sus aranceles. La liberalización del comercio en Europa, sin embargo, requirió más diplomacia. El tratado comercial anglo-francés de 1860, conocido como Cobden-Chevalier, puso de manifiesto que los dos principales rivales imperiales europeos podían estar dispuestos a cambiar las espadas por arados. La inclusión de una cláusula innovadora de nación más favorecida en el tratado garantizaba que otras potencias europeas se beneficiarían de los mismos aranceles reducidos si adoptaban medidas equivalentes. Se firmaron entre 50 y 60 acuerdos comerciales, dando lugar a lo que, en la práctica, se convirtió en el primer mercado común europeo.

El cuarto de siglo transcurrido entre la derogación de las Leyes de Cereales en 1846 y el inicio del giro mundial hacia el proteccionismo a principios de la década de 1870 fue testigo de una liberalización comercial sin precedentes, al igual que los 25 años posteriores al fin de la Guerra Fría.
Herramientas tecnológicas

Se avecinaba un orden económico más liberal y las herramientas tecnológicas de la primera era de la globalización parecían destinadas a articularlo. Las líneas navieras transoceánicas redujeron de manera significativa tanto los costos de transporte como los tiempos de travesía. El tendido del cable transatlántico en 1866 permitió que los mensajes entre Wall Street y la City de Londres se transmitieran en cuestión de minutos. La apertura del canal de Suez en Egipto y la culminación del ferrocarril transcontinental estadounidense en 1869 acortaron aún más las distancias mundiales. Estos avances alimentaron la imaginación mundialista, que se manifestó en obras como La vuelta al mundo en ochenta días (1872) de Julio Verne.

La interdependencia sin precedentes de la globalización pronto sumió al mundo industrializado en un ciclo económico marcado por auges y caídas impredecibles. Los bajos costos de transporte, la industrialización a gran escala y la liberalización del comercio abarataron los costos para los consumidores, si bien al mismo tiempo la fuerte caída de los precios supuso una reducción de los márgenes de beneficio, e incluso pérdidas, para muchos exportadores. El patrón oro impulsado por Gran Bretaña facilitó el comercio internacional, aunque sus efectos deflacionarios resultaron devastadores para numerosos agricultores y fabricantes endeudados.

La primera era de la globalización se enfrentó entonces a la primera Gran Depresión (1873–1896), y el proteccionismo y el colonialismo se consolidaron como las políticas preferidas del mundo industrializado. Las protestas contra la globalización se intensificaron. Como suele ocurrir durante las crisis económicas, los clamores en favor de la autosuficiencia nacional acallaron las voces que defendían la armonía cosmopolita. El libre comercio se vino a menos entre los rivales imperiales de Gran Bretaña, que redescubrieron las ideas proteccionistas de List y lo elevaron de paria a profeta. 

Conspiración económica

Los nacionalistas económicos de mentalidad imperial en todo el mundo comenzaron a venerar el sistema nacional de List como una suerte de oráculo económico. El libre comercio pasó a percibirse como parte de una vasta conspiración británica destinada a frustrar los proyectos de industrialización de sus rivales, un ardid egoísta para socavar las industrias emergentes en otros territorios. Para los nacionalistas económicos inspirados por List, la geopolítica se reducía a un juego de suma cero en el que la supervivencia estaba reservada a los más fuertes. 

Las herramientas tecnológicas de la globalización, que no hacía tanto habían prometido unificar el mundo bajo un universalismo benigno, empezaron a parecer más apropiadas para subordinar las colonias a las metrópolis imperiales. Los obstáculos arancelarios aumentaron aún más y, con ellos, las industrias nacientes se convirtieron en monopolios, cárteles y consorcios. Las ineficiencias del mercado derivadas de los monopolios internos en poco tiempo desataron una búsqueda interimperial de nuevos mercados a los que exportar el capital excedente y en los que adquirir materias primas. Se aceleraron las guerras comerciales, las intervenciones militares y la pugna por las colonias en África y Asia.

En 1880, los nacionalistas económicos tenían las de ganar. Sus políticas imperialistas proteccionistas se inclinaron cada vez más hacia la derecha. En Estados Unidos, el Partido Republicano se reinventó como el partido del proteccionismo y las grandes empresas, lo que revirtió la tendencia hacia un comercio más libre de las décadas precedentes. El arancel McKinley de 1890, que impuso una tasa media sin precedentes de aproximadamente el 50%, sumió al país en guerras comerciales con sus socios comerciales europeos.

Sin embargo, el gobierno de Benjamin Harrison impulsó el arancel con una ambición imperial concreta: Canadá. Se esperaba que el país vecino, bajo control británico, solicitara su adhesión a Estados Unidos en lugar de afrontar el exorbitante arancel. En su lugar, el Partido Conservador canadiense optó por estrechar los lazos económicos con el Imperio Británico; la recién inaugurada red ferroviaria canadiense del Pacífico transformó a Canadá en un puente terrestre que unió a Gran Bretaña con sus remotas colonias del Pacífico.

En Alemania, Otto von Bismarck, de quien se rumoreaba que leía Sistema nacional antes de acostarse, consolidó los estados alemanes siguiendo el modelo de List, levantó muros arancelarios y emprendió la búsqueda de nuevas colonias en el extranjero. Su sucesor, Guillermo II, inició la construcción del ferrocarril Berlín-Bagdad para estrechar el vínculo. En Rusia, el conde Sergei Witte se inspiró de manera explícita en las ideas de List. Ya fuera como director de asuntos ferroviarios, ministro de Hacienda o primer ministro, Witte ocupó desde principios de la década de 1890 una posición privilegiada para impulsar la construcción del ferrocarril transiberiano para facilitar los planes imperiales de Rusia en Manchuria. Situaciones semejantes de nacionalismo económico se observaron en los imperios de Francia y Japón.

Los liberales defensores del libre comercio, relegados de la política, recurrieron a la movilización popular para frenar la creciente ola de proteccionismo imperialista. En Estados Unidos, Henry George, periodista de San Francisco, escribió Progreso y pobreza (1879), un éxito internacional que proponía erradicar los monopolios inmobiliarios de magnates ferroviarios, aristócratas y especuladores mediante un impuesto sobre el valor teórico de la tierra. Su idea pasó a conocerse como georgismo o “impuesto único” porque aspiraba a abolir todas las demás formas de tributación, entre ellas los aranceles.

El movimiento del impuesto único, que defendía un mundo interdependiente de comercio totalmente libre, sin monopolios sobre la tierra, tuvo acogida internacional. El escritor y pacifista ruso León Tolstói se convirtió en un ferviente seguidor y vio en el impuesto único un antídoto contra el veneno de la servidumbre. En 1904, la joven radical georgista Lizzie Magie, residente en una comunidad en Estados Unidos en la que se aplicaba el impuesto único, patentó un juego de mesa destinado a educar a jóvenes y adultos acerca de los efectos negativos de las rentas abusivas de la tierra que dio origen al que hoy en día es el juego de mesa más popular del mundo: el Monopoly. En 1912, Sun Yat-Sen, recién nombrado presidente provisional de la República de China, renunció a su cargo para dedicarse a difundir las enseñanzas de Henry George con el objetivo de convertir a su país en un “pueblo trabajador, pacífico y próspero”.

Capitalismo monopolista

En la Gran Bretaña eduardiana, los partidarios del libre comercio buscaban dar sentido a la estrecha relación entre monopolios, proteccionismo e imperialismo —conocido como “capitalismo monopolista”— que había caracterizado a la primera era de la globalización. El himno georgista “Land Song” se entonaba con entusiasmo en las reuniones del Partido Liberal. 

Al mismo tiempo, el economista J. A. Hobson formuló una de las críticas más severas al capitalismo monopolista y a la pugna colonial en Estudio del imperialismo (1902). Ocho años después, el periodista Norman Angell, cada vez más preocupado por un conflicto mundial inminente, alertó sobre la “gran ilusión” de que cualquier nación pudiera salir ganando de una guerra: los mercados globales eran tan interdependientes que incluso los supuestos vencedores acabarían perdiendo. El estallido de la Primera Guerra Mundial cuatro años después le dio la razón.

Las similitudes entre la época pasada y la actual son más que evidentes. El cuarto de siglo transcurrido entre la derogación de las Leyes de Cereales en 1846 y el inicio del giro mundial hacia el proteccionismo a principios de la década de 1870 fue testigo de una liberalización comercial sin precedentes, al igual que los 25 años posteriores al fin de la Guerra Fría. Así como los defensores del libre comercio del siglo XIX subestimaron el atractivo político del nacionalismo y la autosuficiencia económica, sus sucesores intelectuales de finales del siglo XX se apresuraron a predecir el fin del Estado-nación e incluso el fin de la historia.

La historia no ha llegado a su fin, y por eso sigue resultando una guía útil. Los actuales defensores cosmopolitas de la interdependencia económica deberían comprender cómo sus homólogos de hace más de un siglo lucharon por transformar su era de globalización nacionalista económica en un mundo de libre comercio más pacífico y equitativo. Sus logros a largo plazo demuestran que la cooperación internacional puede contrarrestar los conflictos provocados por el nacionalismo.

MARC-WILLIAM PALEN es historiador económico en la Universidad de Exeter y autor de Pax Economica: Left-Wing Visions of a Free Trade World.

Las opiniones expresadas en los artículos y otros materiales pertenecen a los autores; no reflejan necesariamente la política del FMI.