Debemos reparar las crecientes brechas y reconfigurar el multilateralismo para atender con más eficacia los intereses nacionales y colectivos
La pandemia, la guerra en Ucrania, la amenaza a la seguridad alimentaria y el recrudecimiento de la pobreza mundial. Olas de calor, sequías y otros fenómenos climáticos extremos. Estos shocks no son aleatorios. Tampoco son una tormenta perfecta en el sentido convencional del término: una conjunción excepcional de eventos negativos. Por el contrario, nos enfrentamos a una confluencia de inseguridades estructurales de larga duración —de índole geopolítica, económica y existencial— que se potencian entre sí. Estamos sumidos en una larga tormenta perfecta.
No podemos ignorar estas inseguridades ni esperar que los problemas que aquejan a una parte del mundo no repercutan en otras partes. La COVID‑19 y sus repetidas mutaciones nos han enfrentado a la realidad, con un enorme costo humano y económico en todo el mundo. Solo podemos recuperar el optimismo si reconocemos la gravedad y la naturaleza colectiva de las amenazas que enfrentamos y nos organizamos de manera eficaz para darles respuesta.
En primer lugar, el riesgo de una escalada del conflicto geopolítico es mayor que en los últimos 30 años. El sistema de reglas y normas mundiales para preservar la paz y la integridad territorial de los Estados nacionales siempre fue frágil. Pero la invasión no provocada de Ucrania no es simplemente otra ruptura en el sistema. Sus ramificaciones exceden cualquier otra del pasado, en formas que podrían resultar catastróficas.
En segundo lugar, enfrentamos la posibilidad de un período de estanflación, es decir alta inflación sin crecimiento. Lo que muchos creían que era un “riesgo de cola” improbable hace un año, hoy es un escenario posible. Los bancos centrales de las economías avanzadas están ante una tarea más compleja y sin precedentes, y las probabilidades de que puedan controlar la inflación y a la vez lograr un aterrizaje suave de la economía son cada vez menores. La guerra en Ucrania y las perturbaciones que ha provocado en los mercados de energía, alimentos y otras materias primas dificultan aún más la tarea.
Cuando se escriba la historia de esta década, la inflación en las economías avanzadas difícilmente se presente como el problema más grave; ciertamente no, si se lo compara con las consecuencias en los países en desarrollo o con un orden internacional debilitado. Sin embargo, una alta y prolongada inflación habrá de erosionar gravemente el capital político necesario para que las naciones hagan frente a sus mayores desafíos, nacionales e internacionales, incluida la crisis climática. Puede incluso producirse un retroceso que los modelos económicos no son capaces de predecir. Sin duda, el aumento del costo de vida será desmoralizante para poblaciones que hoy son más viejas que en la década de 1970, cuando las economías avanzadas sufrieron su último episodio de alta inflación.
Volar a ciegas
En tercer lugar, el bien común existencial se deteriora a un ritmo acelerado. El cambio climático, la pérdida de biodiversidad, la escasez de agua, la contaminación de los océanos, un espacio exterior peligrosamente congestionado y la propagación de enfermedades infecciosas son una amenaza creciente para la vida y el sustento en el mundo entero. Debemos abordar estas amenazas en paralelo, ya que la ciencia no es ambigua en cuanto a cómo interactúan. El calentamiento global y la degradación de la biósfera están provocando grandes transformaciones de la vida animal; se observan innumerables patógenos nuevos y otros que han vuelto a aparecer y que se transmiten entre especies y al ser humano. Las pandemias recurrentes ya son parte inherente del sistema. Sin embargo, tras dos años de COVID‑19, el mundo sigue a ciegas el rumbo hacia la próxima pandemia. Los científicos advierten que esta podría desatarse en cualquier momento y ser aún más letal.
La desagradable realidad a corto plazo es que el mundo tendrá que depender más de los combustibles fósiles para garantizar su seguridad energética e impedir un fuerte aumento de los precios de la energía. Pero esto también implica redoblar los esfuerzos de cara a la transición hacia un futuro energético con bajos niveles de carbono. Necesitamos marcos con políticas claras (incluidos mecanismos previsibles para el precio del carbono y eliminación gradual de los subsidios a los combustibles fósiles, y asistencia directa a los grupos vulnerables) para lograr esta transición crítica y, al mismo tiempo, preservar la seguridad energética.
En cuarto lugar, debemos confrontar el riesgo de crecientes divergencias, dentro de cada país pero sobre todo entre países. El encarecimiento de los alimentos básicos, el forraje, los fertilizantes y la energía perjudica en mayor grado a los países más pobres, que ya son los más afectados por fenómenos climáticos extremos, y especialmente a los sectores más necesitados. Sus gobiernos tienen poca capacidad fiscal para contrarrestar estos shocks, y más de la mitad ya tiene problemas graves de endeudamiento, o está por tenerlos. Ante estas limitaciones inmediatas, corremos el riesgo de descuidar las mejoras en educación y salud, lo que puede tener consecuencias peligrosas para el mundo a largo plazo. Incluso antes de la COVID‑19, más de la mitad de los niños en países de ingreso bajo e ingreso medio carecían de alfabetización básica a los 10 años: hoy día, la cifra estimada llega a 70%. En particular, las niñas han sufrido grandes pérdidas educativas durante la pandemia, ya que muchas no han vuelto a la escuela y millones fueron obligadas a casarse a una edad temprana.
Enfrentamos la posibilidad real de un retroceso de las conquistas sociales y económicas logradas por estos países en desarrollo a base de mucho esfuerzo en las últimas dos décadas. Se corre el riesgo de daños permanentes en los jóvenes, mayor desempoderamiento de las mujeres, guerras civiles y conflictos entre países vecinos. Cada una de estas situaciones haría más difícil responder a los desafíos más acuciantes que enfrenta el mundo.
Financiamiento de los bienes públicos mundiales
Para hacer frente a estas amenazas, no debemos interponer nuestras ilusiones, sino basarnos en una evaluación realista de lo que podría salir mal. La COVID‑19 y la guerra en Ucrania no fueron cisnes negros. Posiblemente no se haya previsto que estas tragedias escalarían de este modo, pero los riesgos habían estado en el radar desde hacía tiempo.
La preparación frente a amenazas, conocidas o desconocidas, debe ser un componente habitual de la política pública y el pensamiento colectivo, del mismo modo que los organismos reguladores aprendieron con la crisis financiera mundial y procuraron fortalecer los mecanismos de protección financiera antes de la siguiente crisis.
Debemos invertir mucho más, durante un período sostenido, en los bienes públicos necesarios para resolver los problemas más acuciantes del mundo. También compensar muchos años de desinversión en diversas áreas críticas, desde agua potable y capacitación de profesores en las economías en desarrollo hasta mejoras en una infraestructura logística obsoleta en algunas de las economías más avanzadas. Pero hoy también tenemos la oportunidad de impulsar una nueva ola de innovaciones para afrontar los desafíos en los espacios comunes mundiales, desde materiales de construcción de bajas emisiones de carbono, baterías y electrolizadores de hidrógeno de avanzada, hasta una combinación de vacunas para protegernos simultáneamente de diversos patógenos.
Para financiar estas inversiones debemos aventurarnos en una colaboración público-privada a una escala sin precedentes. Las finanzas del sector público no bastarán para cubrir estas necesidades. Tal como están las cosas, los costos del servicio de la deuda absorberán una proporción cada vez mayor de los ingresos públicos. Los gobiernos de países avanzados también han declarado el fin del “dividendo de paz” que llevó a muchas naciones a reducir el gasto en defensa durante varias décadas.
Es hora de reorientar las finanzas públicas, junto con capitales filantrópicos cuando sea posible, a fin de movilizar inversiones privadas para atender necesidades en los espacios comunes mundiales. Se estima que el mundo tendrá que invertir entre USD 100 billones y USD 150 billones en los próximos 30 años para lograr cero emisiones netas de carbono. Esta cifra puede parecer abrumadora. Pero el costo anual de entre USD 3 billones y USD 5 billones no es un gran porcentaje de los USD 100 billones que conforman los mercados de capital del mundo, que crecen aproximadamente esa cantidad cada año.
No hay escasez de financiamiento en el mercado y en el sector privado. Pero para canalizarlo en pos del bien común se necesita un sector público proactivo y marcos bien diseñados para compartir el riesgo con el sector privado. Las políticas y normas para acelerar la utilización a escala de tecnologías de energía limpia ya probadas e incentivar las inversiones en infraestructura de gran magnitud, como las redes inteligentes de transmisión y distribución, serán fundamentales para poder reducir considerablemente las emisiones de acá a 2030. Sin embargo, casi la mitad de las tecnologías necesarias para llegar a cero emisiones netas a mediados de siglo aún se encuentran en la fase de prototipos. Los gobiernos deben implicarse para aprovechar la I+D del sector privado y promover proyectos experimentales que aceleren el desarrollo de estas tecnologías y las lleven al mercado. Aparte de alcanzar a tiempo la meta de cero emisiones netas, los gobiernos deben procurar crear importantes industrias nuevas y oportunidades laborales.
Los beneficios sociales que se obtienen de proteger los espacios comunes mundiales (global commons) por lo general excederán los beneficios privados, lo cual es un argumento contundente para que el sector público comparta los riesgos con los inversionistas privados. Un ejemplo claro de esto será el desarrollo y la producción de vacunas a escala para la próxima pandemia. Un proyecto para inmunizar a la población mundial incluso seis meses antes permitirá ahorrar billones de dólares y salvar innumerables vidas.
Lograr que el multilateralismo sea eficaz
No obstante, no es posible enfrentar los desafíos de esta nueva era sin un multilateralismo más eficaz. En el informe “Nuestra agenda común”, el Secretario General de las Naciones Unidas, António Guterres, expone una visión de gran alcance y creíble de un multilateralismo que aglutina a más voces diferentes, que está mucho más interconectado y que genera resultados de forma más eficaz y, por ende, inspira más confianza.
Esto no implica una gran reconstrucción absoluta del multilateralismo ni la creación de instituciones totalmente nuevas. Pero nos urge actuar con premura para adaptar las instituciones existentes a una nueva era, diseñar nuevos mecanismos para una cooperación interconectada entre instituciones multilaterales y otras, incluidas entidades no estatales, y aunar recursos de forma tal que respondan más eficazmente a las necesidades colectivas y los intereses individuales de las naciones.
En primer lugar, necesitamos una nueva forma de entender los espacios comunes mundiales. El dinero destinado a fortalecerlos no debe considerarse asistencia para el resto del mundo sino una inversión que beneficia enormemente a las naciones ricas y pobres. Como demostró el Panel Independiente de Alto Nivel del G-20 sobre la Financiación de los Bienes Comunes Globales para la Pandemia, la inversión internacional adicional que se necesita para subsanar las grandes brechas mundiales de preparación, mediante una distribución justa de contribuciones entre países, no solo será asequible para todos sino que permitirá evitar costos que serían cientos de veces mayores si no actuamos mancomunadamente para prevenir otra pandemia. La resistencia de larga data a invertir colectivamente en preparación para las pandemias es producto de la miopía política y la imprudencia financiera, dos aspectos que hay que subsanar urgentemente.
Modernizar Bretton Woods
En segundo lugar, debemos reformular el propósito de las instituciones de Bretton Woods. El FMI y el Banco Mundial se crearon hace casi 80 años para ayudar con problemas que enfrentaban los países individualmente, en un momento en el que la mayoría de los mercados financieros eran pequeños y no estaban interconectados. Es preciso actualizar sus misiones en función de una era en la que las crisis financieras a menudo son de carácter internacional y donde el deterioro de los espacios comunes mundiales presentará un desafío económico cada vez mayor para todos los países, en especial los que están en desarrollo.
Los accionistas del FMI y del Banco Mundial deben dotar a sus organismos de mejores recursos y empoderarlos para que sus intervenciones sean mayores y más ágiles en esta nueva era global. El mandato del FMI debe ser gestionar una red de seguridad financiera mundial más fuerte y eficaz, más semejante a la forma en que los principales bancos centrales inyectan estabilidad internamente cuando golpea una crisis. En cuanto al Banco Mundial, el eje de su mandato debe ser los espacios comunes mundiales, junto con el alivio de la pobreza. El Banco Mundial debe, además, asumir una función mucho más audaz como multiplicador de financiamiento para el desarrollo. Debe atreverse a movilizar capital privado, usando garantías contra el riesgo y otras herramientas de mejoramiento del crédito, en lugar de realizar préstamos directos con recursos de su propio balance. Por otra parte, el Banco Mundial y el FMI deben trabajar para unir sus operaciones con otras instituciones financieras internacionales y socios en el desarrollo a fin de superar los esfuerzos actualmente fragmentados, converger hacia normas básicas, como las normas sobre sostenibilidad de la deuda y contrataciones públicas, y lograr un mayor impacto en el desarrollo.
En tercer lugar, debemos preservar el bien común digital. La agenda para lograr buenos resultados es clara. Debemos construir la infraestructura y los marcos normativos necesarios para erradicar la desigualdad digital y esforzarnos seriamente por cerrar la brecha de alfabetización digital en toda la sociedad. Pero también debemos construir protecciones para que Internet sea segura para la democracia y para armonizar las plataformas en línea con el interés público. Aún no existen normas o reglas mundiales para contrarrestar la desinformación a escala industrial o los esfuerzos sistemáticos por propagar la desconfianza. La nueva Ley sobre servicios digitales de la Unión Europea, que busca obligar a las plataformas en línea a erradicar la mala información y el odio, es un gran paso en ese sentido. Países como el Reino Unido, Singapur y Australia están adoptando enfoques similares.
También debemos enfrentar el reto cada vez mayor de los ciberataques y su impacto en la paz y la seguridad internacionales. Los países han adoptado un conjunto de normas para regular un comportamiento responsable del Estado en el ciberespacio. El desafío consiste en implementarlas de forma sostenida, aun en momentos de tensión geopolítica.
Evitar la polarización
En cuarto lugar, para lograr una mayor eficacia del sistema multilateral se necesitará un nuevo entendimiento estratégico entre las principales naciones, sobre todo, entre Estados Unidos y China, mientras el mundo se inclina de forma irreversible hacia la multipolaridad. Este nuevo entendimiento debe configurarse a partir de intereses comunes amplios, tales como la seguridad climática y frente a pandemias, la paz y la prevención de crisis financieras mundiales. Será necesaria una gran habilidad geoestratégica, además de estrategias más activas para crear buenos empleos y oportunidades de amplia base dentro de los países, a fin de reconstruir los cimientos políticos internos que permiten la apertura económica.
Tenemos que actualizar las reglas de juego para garantizar una competencia justa y cadenas de suministro resilientes, sin abandonar un orden abierto e integrado que es fundamental en términos de la tasa de innovación, crecimiento y seguridad a largo plazo de cada nación. La COVID‑19 está acelerando el proceso de las empresas hacia cadenas de suministro mundiales más diversificadas, ciertamente en beneficio de varias economías en desarrollo; sin embargo, el aprovisionamiento mundial sigue siendo hoy tan importante como lo era antes de la pandemia. El comercio entre Estados Unidos y China sigue siendo muy beneficioso para ambos países.
No podemos dejarnos engañar con la idea de que un orden mundial integrado, con sus profundas interconexiones económicas entre naciones, es suficiente para garantizar la paz. Pero la interdependencia económica entre las grandes potencias, salvo en sectores con implicaciones para la seguridad nacional, hará mucho menos probable el conflicto en un mundo de mercados, tecnologías, sistemas de pago o datos cada vez más bifurcados.
Hay que adoptar una perspectiva a largo plazo. En este sentido, dar cabida a un mundo multipolar sin acentuar la polarización debe ser la prioridad absoluta. En definitiva, un mundo más polarizado y fragmentado debilitará a todas las naciones, incluidas las grandes, y hará que sea difícil, si acaso imposible, ir en pos de los intereses comunes de la humanidad entera: un mundo seguro, sostenible, próspero, inclusivo y equitativo para todos.
Las opiniones expresadas en los artículos y otros materiales pertenecen a los autores; no reflejan necesariamente la política del FMI.