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La cooperación internacional puede avanzar aunque los participantes más poderosos estén en desacuerdo

 

¿Es posible que los países cooperen con sus adversarios para el bien común? Dada la situación del orden mundial, es natural perder la fe en cuanto al futuro de la cooperación internacional. La rivalidad geopolítica está poniendo a prueba el sistema multilateral que contribuye a mantener la estabilidad mundial desde la Guerra Fría. Parece que las naciones más poderosas no consiguen ponerse de acuerdo sobre cómo resolver algunos problemas mundiales urgentes, desde la crisis climática hasta la gestión de la competencia económica, pasando por el comercio internacional y la reglamentación de la inteligencia artificial. 

La rivalidad geopolítica no propicia de forma natural la cooperación internacional. El historiador especializado en economía Charles Kindleberger demostró que la falta de liderazgo y de cooperación internacional a nivel mundial prolongó la Gran Depresión. Sin embargo, en otras ocasiones, la rivalidad geopolítica ha llevado a la cooperación internacional. Y esto resulta paradójico. Durante la Guerra Fría, por ejemplo, los presidentes Dwight Eisenhower y John Kennedy impulsaron el liderazgo de Estados Unidos en los mercados abiertos, el libre comercio y otros bienes públicos mundiales para poner freno al comunismo.

Hoy el multilateralismo se está fragmentando, y no solo por la rivalidad geopolítica, sino porque es un bien público mundial costoso. Beneficia a toda la humanidad, pero los costos se distribuyen de forma desigual entre las naciones.

Incluso en el mundo actual, tan polarizado, los rivales geopolíticos pueden ponerse de acuerdo sobre objetivos comunes: el planeta tiene que poder acoger a los seres humanos, la próxima pandemia debe controlarse y contenerse mediante salvaguardias razonables de salud pública, la política económica mundial debe generar prosperidad para todos. Los países pueden disentir sobre cómo lograr esos objetivos y decir que tal o cual enfoque beneficia injustamente a un rival, o tal vez acusar a otros de aprovecharse de los demás al no contribuir a solucionar un problema común.

Por ejemplo, el carbono lleva varios siglos acumulándose en la atmósfera. ¿Cómo deberíamos distribuir la carga de combatir el cambio climático entre los responsables de las emisiones pasadas y actuales? ¿Y cómo deberíamos repartirnos la responsabilidad de conseguir la estabilidad financiera y restablecer el crecimiento mundial? Puede que una economía avanzada dedique considerables recursos a garantizar el crecimiento y la estabilidad, mientras que otras sigan actuando de forma imprudente.

Las potencias intermedias

Si las grandes potencias se niegan a apoyar el sistema internacional, ¿pueden hacerlo otros países en su lugar? Proporcionar bienes públicos mundiales resulta costoso. Las pequeñas economías pobres no tienen los recursos necesarios para patrullar por los mares a fin de garantizar la seguridad de las rutas marítimas para el comercio internacional, ni para inyectar billones en la economía mundial cuando los mercados se derrumban. Pero las potencias intermedias, las que tienen suficientes recursos económicos y financieros, podrían ser las que asuman el papel de las grandes potencias. De hecho, las potencias intermedias que no están en el primer plano de las grandes rivalidades, pero sí comprometidas con un orden basado en normas, están cobrando protagonismo.

En ausencia de un liderazgo sostenido de Estados Unidos, ya han surgido acuerdos comerciales de libre comercio basados en normas. Por ejemplo, cuando Estados Unidos decidió no ratificar el Acuerdo de Asociación Transpacífico, 12 países suscribieron y pusieron en marcha otro pacto de libre comercio: el Tratado Integral y Progresista de Asociación Transpacífico. Uno de los miembros de este nuevo acuerdo, el Reino Unido, ni siquiera está en el Pacífico: las economías abiertas valoran los arreglos que se apoyan en un sistema previsible basado en normas.

Las potencias intermedias pueden permitirse proporcionar bienes públicos mundiales más fácilmente que los Estados pequeños. Sin embargo, si se reducen los incentivos o dejan de percibir un beneficio neto, tienen tantas probabilidades como las grandes potencias de cambiar de rumbo o dar la espalda al multilateralismo. El apoyo al multilateralismo tiene que estar en consonancia con el propio interés del participante. Dicho de otro modo, las acciones tienen que ser compatibles con los incentivos.

Para que el sistema internacional perdure en el tiempo, es preciso que no sean solo las potencias grandes o intermedias quienes lo lideren. Hay que dejar atrás la idea de que el tamaño importa y centrarse en la compatibilidad de los incentivos, la cual aportará a la resiliencia del sistema internacional en mayor medida que los acuerdos de colaboración contractuales explícitos. Todos los países tienen que contribuir de manera tal que se generen ganancias visibles para todos. Pero ¿cómo se puede lograr esto si no hay buena voluntad ni consenso entre los principales actores? Propongo tres vías.

Para que el sistema internacional perdure en el tiempo, es preciso que no sean solo las potencias grandes o intermedias quienes lo lideren.
La cooperación inopinada

En primer lugar, las autoridades deberían buscar oportunidades de cooperación inopinada. La cooperación surge de forma natural cuando los países se ponen de acuerdo sobre una solución común a un problema y pueden establecer disposiciones explícitas de colaboración. Sin embargo, la cooperación inopinada supone cooperar incluso cuando los países están en desacuerdo: consiste en hacer lo correcto, aunque la razón sea equivocada.

La cooperación inopinada resulta particularmente evidente cuando hay efectos indirectos positivos. Durante la pandemia de COVID, los países se lanzaron a buscar una vacuna. La vacuna se pudo desarrollar más deprisa gracias a la combinación de la tecnología de ARN mensajero y la competencia entre empresas de distintos países. En el proceso, cada uno se apoyaba en lo que otros habían descubierto, pero la competencia dio lugar a vacunas que beneficiaron a todos.

Algo parecido ocurre con la transición energética. Si un país considera que un competidor está subvencionando injustamente la producción de vehículos eléctricos, podría subvencionar su propia producción en lugar de imponer aranceles a su adversario. Ese tipo de subvenciones son una respuesta contundente a un adversario, pero también impulsan la oferta de vehículos de energía limpia asequibles, lo que reduce las emisiones de carbono. El resultado es bueno para todos, aunque estén actuando por razones equivocadas.

El dilema del prisionero

En segundo lugar, las autoridades de las naciones más pequeñas deberían ayudar al sistema internacional a salir del estancamiento. Cuando todos los países buscan su propio interés, puede plantearse el dilema del prisionero: los países actúan como más les conviene a título individual, pero, colectivamente, sus acciones son destructivas para los demás. Ningún país puede librarse del dilema: si alguno trata de hacerlo unilateralmente, los demás se aprovechan. Cuando las grandes potencias se ven atrapadas en esta dinámica, un pequeño empujón puede convencerlos de cambiar de rumbo y buscar un resultado preferible desde el punto de vista colectivo. 

Por ejemplo, muchas veces las economías avanzadas dudan en darles mayor acceso a sus mercados a las economías emergentes. En lugar de ello, imponen barreras comerciales y privan a las economías en desarrollo de la oportunidad de progresar, lo cual, a su vez, impulsa la emigración. Así es como van escalando las tensiones políticas por todos los flancos. Si las economías en desarrollo pueden convencer a las economías avanzadas para que actúen en bloque, el impacto de un comercio más abierto se minimiza, las importaciones se reparten entre las economías avanzadas y el aumento del ingreso en las economías en desarrollo reduce el incentivo de emigrar. Ese pequeño empujón ayudaría a las potencias grandes e intermedias a hacer lo que quieren hacer, pero no pueden por temor a quedar en desventaja ante sus adversarios.

Multilateralismo pionero

En tercer lugar, las autoridades deberían promover el multilateralismo pionero. Cuando algunas naciones le dan la espalda al multilateralismo, otros subgrupos de países aún pueden trabajar juntos. El procedimiento arbitral multipartito de apelación provisional de la Organización Mundial del Comercio ofrece un proceso independiente de apelación para resolver las controversias comerciales cuando el principal órgano de apelación no puede funcionar por falta de quorum. Desde 2020, el número de miembros de este procedimiento se ha triplicado y ya son más de 50 los países que lo integran. En el multilateralismo pionero se forman coaliciones para solucionar problemas mancomunadamente. Aunque el enfoque es diferente, estos arreglos se parecen a lo que el FMI llama “multilateralismo pragmático”.

La Asociación Económica Integral Regional es otro ejemplo: se trata de un acuerdo de libre comercio integrado por 15 países que se han comprometido con un orden basado en normas. Es un mecanismo inclusivo del que forman parte, además de los miembros de la Asociación de Naciones del Asia Sudoriental (ASEAN), países tan políticamente diversos como Australia, China, Corea del Sur, Japón y Nueva Zelandia. Aunque el multilateralismo está retrocediendo en otros lugares, los países de la ASEAN siguen promoviéndolo en la región de Asia y el Pacífico.

En vista de un consenso cada vez más difícil de alcanzar, la cooperación internacional mediante el multilateralismo puede parecer inviable en la actualidad, especialmente entre rivales geopolíticos. Dicho esto, la cooperación inopinada y el multilateralismo pionero, así como evitar el dilema del prisionero, pueden restablecer lo mejor del sistema internacional.

Podcast

DANNY QUAH ocupa la cátedra Li Ka Shing de Economía en la Escuela de Políticas Públicas Lee Kuan Yew de la Universidad Nacional de Singapur.

Las opiniones expresadas en los artículos y otros materiales pertenecen a los autores; no reflejan necesariamente la política del FMI.