Keynes celebró los ideales de las instituciones de Bretton Woods como una victoria del espíritu humano

Uno de los discursos más lúdicos pronunciados por John Maynard Keynes en sus 30 años de vida pública fue también uno de los últimos. Rodeado de “velos y barbas de musgo español”, en el tibio final del invierno de Savannah, en el estado de Georgia, Keynes le pidió al público, formado por economistas, abogados y diplomáticos, que pensaran por un momento en las hadas de “La Bella Durmiente”.

¿Qué, se preguntaba Keynes, se les podría pedir a esos duendecillos benévolos en el “bautizo” de sus queridos “gemelos”, a saber, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional? Keynes esperaba tres “dones propicios”. Primero, un abrigo multicolor que les sirviera de “recordatorio perpetuo de que pertenecen al mundo entero”. En segundo lugar, un conjunto de vitaminas para darles “energía y un espíritu audaz”. Por último, el don de “la sabiduría, la paciencia y una gran discreción” para ganarse la confianza de los pueblos necesitados.

Aunque quizás al público le pasara desapercibida, la invocación que hizo Keynes de La Bella Durmiente no era un mero vuelo de la fantasía, sino una alusión literaria que reforzaba lo que él consideraba el propósito fundamental de las que se conocieron como “las instituciones de Bretton Woods”. Antes de la adaptación cinematográfica de Walt Disney en 1959, La Bella Durmiente era conocida sobre todo por el exuberante ballet del compositor ruso Chaikovski, basado a su vez en un cuento alemán de los hermanos Grimm, que se habían inspirado en un cuento popular medieval francés. Ningún país podía reclamar a La Bella Durmiente como su instrumento o propiedad: la atemporalidad del cuento era producto de su internacionalismo.

La hermandad entre los humanos

Para Keynes, al menos, el FMI y el Banco encarnaban un ideal geopolítico valorado más profundamente que cualquier punto específico de orden técnico o administrativo. De hecho, celebró las instituciones de Bretton Woods como una victoria del espíritu humano, pese a que muchas de sus propias propuestas fueron derrotadas en varias rondas de negociación. “Como experimento de cooperación internacional, la conferencia ha sido un éxito extraordinario”, le dijo efusivamente a Richard Hopkins, un funcionario del Tesoro británico, cuando acabó aquella reunión de 1944 en las montañas de Nuevo Hampshire. “Estamos aprendiendo a trabajar juntos”, afirmó durante la propia conferencia. “Si logramos continuar así, esta pesadilla, en la que la mayoría de los aquí presentes hemos pasado demasiado tiempo de nuestras vidas, habrá terminado. La hermandad entre los humanos se habrá convertido en algo más que una expresión.”

Uno de los grandes desafíos intelectuales para Keynes en sus 15 últimos años de vida fue comunicar a los profesionales de la economía que la teoría de la ventaja comparativa de David Ricardo no era en realidad un sustituto de ese modo de cooperación, reciprocidad e intercambio cultural. La economía mundial no se reducía a dos mercancías, como postulaba el famoso experimento mental de Ricardo, y los avances tecnológicos habían disminuido la importancia de las mejoras de eficiencia que se podían obtener con la liberalización del comercio. Cuando el Secretario de Estado estadounidense Cordell Hull propuso el libre comercio en Bretton Woods como solución a la devastación de la guerra, Keynes se burló de “las excéntricas propuestas del Sr. Hull”. Lo que importaba en la visión de conjunto no era tanto la ausencia de aranceles sino el mantenimiento del equilibrio y el reconocimiento de las diferentes necesidades de desarrollo de los distintos países.

Las herramientas de política económica apropiadas para este siglo no se limitarán a reproducir las de las últimas décadas.

A finales de la década de 1940, entre las necesidades de desarrollo se incluían la reconstrucción de las regiones devastadas por la guerra y la industrialización de los países pobres que habían quedado excluidos del explosivo crecimiento que habían disfrutado Europa y Estados Unidos desde principios de siglo. Las importaciones baratas podían ayudar a los países a acceder a lo que no podían procurarse por sí mismos, pero los aranceles también podían ayudar a los países a desarrollar o reparar sus sectores industriales dañados por la guerra. Según creía Keynes, ninguna ley de hierro podía indicar qué tenía más sentido en determinadas circunstancias.

Hoy en día, la crisis climática ha traído consigo nuevas necesidades de desarrollo incluso para los países más ricos. Ningún país puede esperar mitigar la fatalidad que se cierne sobre el planeta sin el rápido fomento y despliegue de nuevas tecnologías limpias. Las herramientas de política económica apropiadas para este siglo no se limitarán a reproducir las de las últimas décadas. Tal es especialmente el caso en cuestiones de comercio internacional, en las que los aranceles, los subsidios estatales y las empresas públicas, tan denostados a menudo por los economistas como barreras a la innovación y la competencia, probablemente serán esenciales para el desarrollo de un mercado mundial saludable que permita el surgimiento de una industria respetuosa con el clima. Al menos de momento, las tecnologías verdes son industrias nacientes que requieren mucha más protección que disciplina.

Palabras trascendentales e insustanciales

El mayor temor de Keynes respecto al FMI y el Banco —a los que se refirió implícitamente en su discurso de Savannah al citar a la malvada hada Carabosse, y más explícitamente en las comunicaciones que envió a casa— era que los “gemelos” se convirtieran en instrumentos del poder estadounidense en lugar de ser organismos internacionales verdaderamente independientes. Y, en definitiva, el hecho de que la Unión Soviética no ratificara los acuerdos de Bretton Woods significó que tanto el Banco como el FMI estaban destinados a actuar en uno de los bandos de la Guerra Fría. En ausencia de algunas formas de intervención y protección comercial, las directrices de la ventaja comparativa ricardiana siempre favorecerán a los primeros participantes en el espacio de las tecnologías verdes, dejando que unos pocos países privilegiados disfruten de todos los frutos del desarrollo. Y ello supone una receta para la dominación, más que para la cooperación.

Pero el futuro será lo que nosotros hagamos de él. Al ayudar a los distintos países a buscar nuevas tecnologías y conocimientos experimentando con una amplia paleta de políticas económicas, las instituciones de Bretton Woods pueden desempeñar un papel transformador no solo en la lucha contra el cambio climático, sino en el fomento de la armonía internacional. Y ese es un papel que solo las instituciones internacionales pueden desempeñar con alguna esperanza de éxito.

En Savannah, Keynes sabía que hablar de coordinación y cooperación internacionales no era más que pronunciar “palabras virtuosas sumamente difíciles de llevar a la práctica”. La diferencia entre un principio trascendental y una banalidad suele ser difícil de discernir sobre el papel: solo a través de una comunicación persistente y una dedicación sincera pueden sostenerse los grandes ideales. Esto será especialmente cierto en el ámbito de las políticas de desarrollo climático, en el que los principios universales serán raros y los particulares complejos. Lo que tiene sentido para un país o una tecnología no se aplicará necesariamente a otros. Pero si una institución internacional puede subsistir 80 años, y sobrevivir a la Guerra Fría y al siglo XX, entonces no es descabellado esperar que pueda servir de foro para una cooperación innovadora durante los próximos 80 años. Como dijo Keynes en Savannah: “Con hadas o sin ellas, que los augurios sean buenos”.

ZACHARY CARTER

ZACHARY CARTER es investigador no residente del Fondo Carnegie para la Paz Internacional y autor del libro The Price of Peace: Money, Democracy, and the Life of John Maynard Keynes.

Las opiniones expresadas en los artículos y otros materiales pertenecen a los autores; no reflejan necesariamente la política del FMI.