Cuando la innovación tecnológica está controlada por unos pocos, puede volverse interesada y debilitar a las instituciones que la hacen posible, dice Simon Johnson

 

A finales de la década de 1980 y comienzos de la siguiente, Europa oriental ofrecía un interesante campo de estudio para un aspirante a economista que acababa de escribir su primera tesis sobre la hiperinflación y el caos económico imperante en Alemania y la Unión Soviética en la década de 1920. 

Después de terminar su doctorado en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) e iniciar una estancia posdoctoral en Harvard, Simon Johnson se encontró trabajando con el primer Gobierno no comunista de Polonia y estudiando el surgimiento del sector privado en ese país y otros de su entorno tras la caída del telón de acero. El sagaz estudio de Johnson sobre los éxitos y fracasos de las empresas privadas sentó las bases de su extensa labor investigadora centrada en el papel de las instituciones en el desarrollo económico, que en 2024 le valió el Premio Nobel de Economía.

En los últimos tiempos, Johnson ha dirigido su atención a la huella que está dejando la tecnología en la economía de hoy y en su posible efecto —sobre todo en el caso de la inteligencia artificial— en las instituciones que, a su juicio, son cruciales para el crecimiento equitativo. En su libro más reciente, Power and Progress, del que es coautor Daron Acemoglu, examina la estrecha relación que existe entre la tecnología y la prosperidad y alerta del peligro de dejar que un número demasiado reducido de innovadores controle la orientación estratégica de la tecnología.

Johnson, que fue economista jefe del FMI en 2007 y 2008, en la actualidad es titular de la cátedra Ronald A. Kurtz de Iniciativa Emprendedora en la Escuela de Negocios Sloan del MIT. En una conversación con Bruce Edwards para F&D, habló de tecnología, de desigualdad y de democracia.

F&D: En Power and Progress usted pone en tela de juicio la idea de que la tecnología siempre conduce al progreso. ¿Por qué era este un tema digno de análisis?

SJ: Bueno, es evidente que estamos en la era de la inteligencia artificial (IA), y se están haciendo grandes afirmaciones sobre las mejoras que llegarán a todas las sociedades humanas gracias a unas computadoras y unos algoritmos más potentes y capaces de pensar más en nuestro lugar. Aunque bien pudiera suceder así, nosotros creemos, basándonos en nuestra forma de entender la historia y la teoría económica, que las cosas no tienen que ser necesariamente de esa manera. Perfeccionar la tecnología y ampliar la capacidad de algunas personas no se va a traducir forzosamente en un mejor nivel de vida para todos. Muchos altos ejecutivos de grandes empresas tecnológicas están más preocupados por mejorar las capacidades de la gente que se les parece. Son personas con muchos estudios, casi todos blancos y casi todos hombres. Tienen una forma determinada de ver el mundo y saben qué es lo que quieren que la tecnología haga por ellos y dónde se puede ganar dinero. Y es muy natural que se sientan inclinados a inventar cosas que contribuyan a esa visión.

En nuestro libro tratamos de proponer algunos planteamientos alternativos. ¿Por qué no pensamos en otras maneras de desarrollar y utilizar la tecnología, incluida la IA? Hay que fijarse en lo que ocurrió antes, cuando teníamos una tecnología más orientada a aumentar la productividad de las personas con menos formación, o bien más orientada a mejorar la productividad de la gente con más estudios. Porque eso determina si los efectos en el mercado de trabajo son de divergencia, es decir, que a las personas de más ingresos y más educación les vaya mucho mejor, o si los efectos son más de convergencia, es decir, que a la gente de menos ingresos les vaya mejor al tiempo que mejora la economía en general.

F&D: Usted advierte de los riesgos de permitir que las riendas de la tecnología estén en manos de unos pocos. ¿Cuáles son las consecuencias? ¿Debería preocuparnos realmente la oligarquía de los gigantes tecnológicos?

SJ: Tal vez no la oligarquía en el sentido tradicional, pero sí en el sentido de controlar cuál es y cuál debería ser la visión para esa tecnología: es lo que llamamos la “oligarquía de la visión”. Estamos en pleno auge de la IA. Cuando se habla de las diferencias entre Estados Unidos y Europa, por ejemplo, la gente dice: “Bueno, sí, toda esta tecnología se está inventando en Estados Unidos, allí hay mucha inversión, capital y talento. Eso en Europa no lo hay”. Y sí, la conversación está centrada en la IA, pero ¿qué es la IA? ¿Qué es lo que se está construyendo con ella? En eso consiste una visión. Y las visiones que se sitúan en los puestos de avanzada de unas tecnologías que están cambiando a pasos acelerados son importantísimas. Creo que la gente no debería dejarse comer el terreno. Hay que entender bien qué es lo que está en juego. Hay que darse cuenta de que no es necesariamente buena idea poner todas las decisiones importantes en manos de unos pocos que tienen sus propias perspectivas individualistas. No estoy atacando personalmente a nadie. Todos tenemos nuestro propio punto de vista, pero ¿queremos que sean una, dos o diez personas las que lleven la conversación, o queremos que haya más participación y un diálogo más amplio?

F&D: Usted estudió el papel de las instituciones en el desarrollo económico mucho antes de que llegara la tecnología. ¿Qué papel tienen las instituciones en la evolución de los gigantes tecnológicos?

SJ: En primer lugar, para que las instituciones desempeñen algún papel hace falta que sean buenas instituciones. La tecnología está siguiendo el ritmo que le marca Estados Unidos. ¿Por qué? Porque el país ha creado muy buenas instituciones. En segundo lugar, las instituciones determinan cómo funciona la democracia y cómo deberíamos deliberar, pero últimamente la tecnología digital ha arruinado nuestra capacidad de debatir. Hablar a gritos en las redes sociales no es lo mismo que reunirnos y encontrar terreno común. En cierta medida, la tecnología digital ha empezado a debilitar las instituciones.

Si seguimos por este camino de desigualdad creciente, sobre todo una desigualdad en la que quienes tienen menos estudios sienten que los están dejando atrás, corremos un gran riesgo: el enojo profundo alimenta algunas formas de populismo, como hemos visto en muchos países. Eso no pasó en los dos primeros tercios del siglo XX, sobre todo porque los sueldos de mucha gente aumentaron y la clase media creció. La desigualdad no era la característica que definía la economía estadounidense después de la Segunda Guerra Mundial. La situación cambió en 1980.

Lo que nos preocupa es que la IA, cuya existencia es posible gracias a nuestras instituciones, esté siendo empujada en una dirección que perjudica a la democracia. Que esto cause algún tipo de problema sistémico para nuestras instituciones o que, simplemente, las lleve a ser relativamente extractivas, o incluso muy extractivas. Que unas pocas personas se lleven todo el valor, todo el ingreso, todo el poder, mientras que todos los demás retroceden en lo que se refiere a oportunidades, ingresos y lo que pueden proporcionar a su propia familia.

F&D: Y siendo tan pocos los países que están metidos de lleno, ¿le preocupa a usted que la IA acentúe las desigualdades económicas entre países?

SJ: Efectivamente. Desde el comienzo de la tecnología industrial, lo que ha ocurrido es que unos pocos lugares han marcado el paso inventando nuevas máquinas, mientras que el resto del mundo se limita a adoptarlas y utilizarlas. Un país puede apartarse de ese camino e inventar su propia tecnología. Estados Unidos lo hizo en el siglo XIX, cuando pasó de ser un país que recibía la tecnología del Reino Unido a ser el que la inventaba. Eso fue lo que pasó con los ferrocarriles o el telégrafo. Estados Unidos cambió de lugar; se puede hacer. 

China también ha cambiado de lugar. En los años 80 era receptora de la tecnología occidental, pero ahora se está abriendo camino en los mercados mundiales con productos sofisticados, como aparatos electrónicos de consumo, vehículos eléctricos y, por supuesto, la propia IA. Por tanto, uno puede cambiar de lugar en la división del trabajo en el mundo, pero no ocurre con mucha frecuencia. Lo normal es recibir la tecnología y adoptarla.

Esta dinámica en la que el ganador se lo lleva todo es incluso más extrema ahora que en anteriores revoluciones tecnológicas modernas. Ahora parece que el 95% del dinero que se dedica al desarrollo de la IA se gasta en Estados Unidos, el 3% en Europa y el 2% en el resto del mundo. (Este cálculo no incluye a China porque no sabemos cuánto gasta en IA).   

F&D: ¿Cómo podemos inyectar algo de democracia en nuestra evolución tecnológica para asegurarnos de que funciona en beneficio de la sociedad?

SJ: Lo importante es reconocer la situación y, después, encontrar caminos alternativos para hacer avanzar la tecnología en una dirección favorable a los trabajadores. Aumentar la productividad de quienes no tienen muchos estudios es fundamental, en Estados Unidos y en todo el mundo. La industria tecnológica mundial, los llamados gigantes tecnológicos, están viviendo momentos de poder, prestigio y acceso sin igual. Ojalá eso lleve aparejado cierto sentido de la responsabilidad, esa idea de “si lo rompes, lo pagas”. Pero tal vez también sea necesario introducir mecanismos de protección en torno a las actividades de los gigantes tecnológicos.

Hay paralelismos claros con lo que ocurrió con las finanzas a comienzos de la primera década del siglo XXI. Yo entonces era economista jefe del FMI y vi desde primera fila los momentos previos a la crisis de 2008. Se tuvo mucha deferencia con los “más listos del lugar” y pasaron cosas malas. Quiero evitar que vuelvan a pasar cosas malas. Deberíamos convencer a la gente de que hay que tener más cuidado y tener políticas y salvaguardias preparadas.

Esta entrevista ha sido editada para efectos de brevedad y claridad.

BRUCE EDWARDS integra el equipo de Finanzas y Desarrollo.

Las opiniones expresadas en los artículos y otros materiales pertenecen a los autores; no reflejan necesariamente la política del FMI.