Un giro hacia la centralización y la concentración amenaza con sofocar el potencial transformador de la tecnología
A mediados del siglo XX, los logros tecnológicos de la Unión Soviética —en especial el lanzamiento del Sputnik y el envío de Yuri Gagarin al espacio— llevaron a muchos a pensar que las economías de planificación centralizada podían aventajar a las de mercado. Economistas de prestigio, como Paul Samuelson, llegaron a pronosticar que la URSS pronto superaría a Estados Unidos en el plano económico, mientras que Oskar Lange, economista polaco y socialista, sostenía que las nacientes tecnologías informáticas podían reemplazar con eficacia el ya obsoleto mecanismo de mercado.
Lo irónico es que la URSS colapsó justo cuando la revolución informática comenzaba a despegar. Pese a las cuantiosas inversiones —entre ellas, el intento de Nikita Khrushchev de crear en Zelenograd, a las afueras de Moscú, un equivalente soviético de Silicon Valley—, el país no logró capitalizar las promesas de la informática. El problema no fue la falta de talento científico; lo que falló fueron las instituciones, que no alentaban la innovación. Mientras Silicon Valley prosperaba con la experimentación descentralizada —donde los inventores pasaban de una empresa emergente a otra y multiplicaban los ensayos en paralelo—, en Zelenograd la innovación estaba centralizada y controlada íntegramente por funcionarios del gobierno en Moscú.
Como advirtió Friedrich Hayek, la principal dificultad de la planificación centralizada no radicaba en procesar datos, sino en acceder a conocimientos locales esenciales. Los planificadores soviéticos podían gestionar operaciones estandarizadas, pero se veían superados por la incertidumbre tecnológica, al no contar con parámetros para medir el rendimiento de las fábricas ni con mecanismos eficaces para sancionar la ineficiencia. Tras un rápido crecimiento inicial, la URSS acabó estancándose, incapaz de adaptarse a las nuevas fronteras tecnológicas, hasta colapsar por completo.
La experiencia soviética ilustra un dilema que sigue vigente, pues con los nuevos tipos de inteligencia artificial (IA) vuelve a plantearse si acaso una autoridad centralizada —como el sistema estatal de vigilancia basado en IA en China— o la concentración corporativa —como la de las grandes tecnológicas de Silicon Valley— pueden realmente aprovechar las nuevas tecnologías para gestionar con eficacia la economía y la sociedad.
Innovación en la frontera tecnológica
Las teorías convencionales sobre la riqueza y la pobreza, que ponen el acento en factores como la geografía, la cultura o las instituciones, resultan insuficientes para explicar giros económicos tan drásticos. Las condiciones geográficas, que no sufrieron cambios, no explican cómo la URSS pasó de un rápido crecimiento al colapso. Tampoco los factores culturales ofrecen una explicación, pues evolucionan con demasiada lentitud como para ser la causa de auges económicos súbitos seguidos de crisis. Aunque las instituciones —como las leyes y regulaciones— pueden modificarse con mayor rapidez, las teorías institucionales que parten de condiciones universales también resultan insuficientes. Un ejemplo claro es que tanto la URSS como China lograron décadas de fuerte crecimiento a pesar de carecer de derechos de propiedad privada plenamente garantizados. En definitiva, para comprender el progreso económico es necesario analizar cómo las instituciones y la cultura se transforman en interacción con los cambios tecnológicos.
Esta perspectiva replantea el conocido debate de las políticas públicas en torno al progreso tecnológico. Existen dos enfoques opuestos. Uno defiende la innovación descentralizada, impulsada por pequeñas empresas en mercados con escasa regulación. El otro apuesta por la política industrial dirigida por el Estado y ejecutada por burocracias poderosas. Sin embargo, la eficacia de cada modelo depende del contexto. Las burocracias centralizadas son eficientes para aprovechar tecnologías ya disponibles y promover un crecimiento de convergencia; los sistemas descentralizados destacan particularmente en la generación de innovaciones en la frontera tecnológica. Pero, en todo caso, la gobernanza económica debe adaptarse a las nuevas circunstancias para no caer en el estancamiento.
Japón en la cima
La disolución de la Unión Soviética en 1991 trajo alivio a Estados Unidos, pero también una nueva inquietud: numerosos académicos y periodistas auguraban que Japón pronto desplazaría a la potencia norteamericana. El exitoso libro de Ezra Vogel de 1979, Japan as Number One, ya había advertido sobre la creciente ventaja de Tokio en computadoras y semiconductores, un liderazgo que se perfilaba tan espectacular como el que antes había logrado en la industria automotriz. Sin embargo, la revolución informática que siguió reveló una realidad distinta. La productividad de Estados Unidos —impulsada por el software— se disparó a principios de los años noventa, mientras que las empresas japonesas siguieron aferradas al hardware.
De hecho, el auge de Japón se había apoyado en un sistema de producción con alto grado de coordinación. Las empresas japonesas, que podían adquirir participaciones en sus propios proveedores —algo restringido por las leyes antimonopolio en Estados Unidos—, tejieron densas redes de conocimiento que se reforzaron con la logística “justo a tiempo” (just-in-time), el diseño asistido por computadora y las máquinas-herramienta reprogramables. El resultado, una eficiencia notable: la productividad de los trabajadores automotrices japoneses era un 17% superior a la de sus pares estadounidenses, lo que llevó a Ford y GM a registrar cuantiosas pérdidas.
Sin embargo, la ventaja japonesa no radicaba tanto en la creación de productos nuevos como en el perfeccionamiento de los ya desarrollados en Occidente. Los televisores en color, el walkman y las videograbadoras (VCR) solo se convirtieron en éxitos mundiales después de que ingenieros japoneses los rediseñaran para abaratar costos y aumentar su durabilidad. En un estudio pionero, el economista Edwin Mansfield mostró que cerca de dos tercios de la investigación y desarrollo (I+D) en Japón se destinaban a mejoras de procesos —en marcado contraste con el enfoque estadounidense, mucho más centrado en productos—, lo que permitía traducir con rapidez los avances de laboratorio en bienes baratos y comercializables.
Pero esas mismas fortalezas terminaron convirtiéndose en limitaciones. Expertos de renombre, como Alfred Chandler Jr., creían que la era de la informática premiaría la perfección del hardware y la producción racionalizada —ventajas claras para Japón—. Sin embargo, fue finalmente el dinamismo de las empresas emergentes estadounidenses, como Apple y Microsoft, lo que marcó la diferencia. La legislación antimonopolio de Estados Unidos, cuyo origen se remonta a la Ley Sherman de 1890, abrió los mercados al obligar a IBM a desagregar sus negocios de hardware y software y a desmantelar AT&T justo antes del auge de la Internet comercial. Sin una sola empresa controlando el acceso al mercado, los emprendedores pudieron innovar con libertad, y la red se expandió sin trabas.
En cambio, las normas de competencia más laxas de Japón fomentaron la cartelización y consolidaron el poder de los conglomerados keiretsu. La misma coordinación que antes había impulsado mejoras incrementales terminó por obstaculizar la transición hacia modelos de negocios basados en software e Internet, desplazando a los nuevos competidores. Así, el motor tecnológico de Japón perdió dinamismo. Incluso en Estados Unidos, los ecosistemas basados en una competencia intensa —como Silicon Valley— terminaron imponiéndose sobre modelos más jerárquicos y de integración vertical, como el corredor tecnológico de la Ruta 128 en Nueva Inglaterra.
El fin del capitalismo coordinado
Japón no es un ejemplo aislado. Tras la Segunda Guerra Mundial, la economía de Europa Occidental inició un período de fuerte crecimiento gracias a la adopción de los métodos de producción en masa desarrollados en Estados Unidos. Esa estrategia dio frutos durante varias décadas, pero hacia los años setenta Europa había agotado el potencial de la tecnología importada de Estados Unidos. Para sostener el crecimiento, Europa debía dar el salto hacia un modelo basado en la innovación, en lugar de limitarse a adoptar tecnologías ya existentes.
Pero esa transición resultó compleja. Las instituciones económicas europeas se habían forjado a lo largo de una extensa trayectoria de convergencia industrial, iniciada a fines del siglo XIX para absorber la tecnología británica y consolidada en la posguerra, cuando Europa recortaba distancias con Estados Unidos. Estas instituciones estaban concebidas para garantizar un crecimiento estable y previsible, apoyado en una planificación meticulosa, industrias coordinadas y una estrecha cooperación entre empresas, bancos y gobiernos. Ese capitalismo coordinado fue eficaz mientras la tarea era clara —asimilar las prácticas industriales establecidas—, pero se transformó en un obstáculo ante la incertidumbre y la disrupción que trajeron la revolución informática y las nuevas tecnologías de la información.
En Francia, el sistema de planificación indicativa del gobierno —que fijaba metas económicas para coordinar las inversiones— funcionó bien mientras el progreso tecnológico avanzaba de manera incremental y previsible. Pero, frente a un cambio tecnológico acelerado, los planificadores se vieron desbordados: no lograban prever con precisión ni asignar los recursos de manera eficaz.
Del mismo modo, las empresas estatales de Italia —claves durante el auge de la posguerra— mostraron rigideces que les impidieron adaptarse a una nueva era de cambios tecnológicos vertiginosos. En España y Portugal, la fuerte injerencia del Estado, sumada a intereses arraigados, limitó severamente la flexibilidad económica y frenó tanto la innovación como la capacidad de adaptación. Como resultado, estas economías del sur de Europa atravesaron un prolongado estancamiento durante la revolución informática, al que con frecuencia se alude como las “dos décadas perdidas”.
De Hayek a Moravec
La lección es clara: los milagros económicos se agotan cuando las instituciones que sustentaron los éxitos del pasado dejan de responder a los nuevos desafíos. La Unión Soviética y buena parte de Europa quedaron rezagadas cuando sus rígidos modelos de producción en masa no supieron ajustarse a los cambios imprevisibles de la era informática, mientras que Japón perdió dinamismo cuando la innovación dejó de centrarse en el hardware y pasó a girar en torno al software. Hoy, el crecimiento de China se ve cada vez más limitado por el creciente control del Partido, y Estados Unidos enfrenta un riesgo similar cuando el poder monopólico no encuentra contrapesos. La centralización y la concentración plantean hoy el riesgo de sofocar la innovación en el campo de la IA. Históricamente, el desarrollo de la IA se ha apoyado sobre todo en más capacidad de cómputo y más datos. De ahí que muchos concluyeran que la competencia debía recaer en unas pocas grandes compañías promovidas como abanderadas nacionales de la innovación. Esa idea puede parecer convincente, pero es errónea.
Como demostró la revolución informática, las innovaciones verdaderamente transformadoras nacen de aventurarse en lo desconocido, no de perfeccionar lo que ya está establecido. Los modelos grandes de lenguaje (LLM) —sistemas de IA entrenados para generar y comprender texto humano— se multiplicaron por 10.000 entre 2019 y 2024. No obstante, su desempeño en la prueba de razonamiento ARC —que mide la capacidad para abordar problemas complejos— apenas rondó el 5%. En cambio, enfoques más ligeros, como la búsqueda de programas (que consiste en generar programas explícitos para resolver tareas), superaron el 20%, mientras que los métodos más recientes de aprendizaje contextual (in-context learning, donde los modelos aprenden a partir de ejemplos sin necesidad de reentrenamiento) avanzan con rapidez.
Tampoco es probable que la IA sustituya en el corto plazo la capacidad humana de descubrimiento. Sigue vigente la célebre observación de Hans Moravec: lo que para los humanos resulta natural y sin esfuerzo —como caminar por un sendero— continúa siendo un reto para las máquinas, y viceversa. Los modelos de lenguaje entrenados con todo el contenido de Internet aún carecen de la experiencia sensoriomotora de un niño de cuatro años. Mientras no logremos codificar ese saber práctico, los sistemas de IA centralizados seguirán rezagados frente a la experimentación descentralizada que millones de personas realizan cada día.
La inventiva surge justamente donde hay pocos precedentes: es allí donde inventores, científicos y emprendedores convierten lo desconocido en oportunidad. Los modelos grandes de lenguaje, en cambio, tienden por naturaleza al consenso estadístico. Imaginemos un LLM entrenado en 1633: sostendría con firmeza que la Tierra es el centro del universo; alimentado con la literatura del siglo XIX, negaría con seguridad que los seres humanos pudieran volar, repitiendo la larga lista de intentos fallidos previos al éxito de los hermanos Wright. Incluso Demis Hassabis, de Google DeepMind, reconoce que alcanzar una inteligencia artificial general verdadera podría requerir “varias innovaciones más”.
Control y competencia
Es poco probable que la innovación surja únicamente de la centralización y la escala; como en el pasado, dependerá de ampliar los espacios de experimentación y de reducir las barreras de entrada. No obstante, en la era de la inteligencia artificial, tanto China como Estados Unidos parecen avanzar en la dirección opuesta, pues refuerzan el control central y debilitan el dinamismo competitivo.
En China, los sectores más dinámicos siguen estando liderados por empresas privadas o apoyados con capital extranjero, mientras que las estatales continúan rezagadas. Aun así, Beijing está recentralizando el poder: las licencias, el crédito y los contratos se orientan ahora hacia conglomerados políticamente confiables, la ley de competencia se aplica de forma selectiva, y las campañas anticorrupción han hecho de la lealtad una condición de supervivencia. La experimentación provincial —que en otro tiempo fue vital— se ha marchitado, mientras los funcionarios se concentran en indicadores superficiales, como el número de patentes, saturando los registros con solicitudes de escaso valor. El clientelismo ha sustituido a las reglas transparentes, y la lealtad política se impone sobre el mérito, lo que debilita la capacidad del Estado para impulsar la innovación en la frontera tecnológica y encamina a la economía hacia un crecimiento más lento y menos basado en la innovación.
Es cierto que China aún dispone de un considerable acervo de talento y de un gobierno profundamente comprometido con el progreso tecnológico. Sin embargo, como en los países occidentales, la mayor vitalidad suele provenir de empresas sin vínculos estrechos con el poder político, como la empresa emergente de IA DeepSeek. Aunque las autoridades pueden permitir que estas empresas operen con cierta autonomía siempre que sus actividades se ajusten a los objetivos nacionales, la falta de protecciones legales sólidas las deja expuestas a los cambios en las prioridades políticas. En consecuencia, las empresas se ven obligadas a destinar recursos para tejer alianzas políticas, desviando atención y capital de la innovación. Al mismo tiempo, el control estatal sobre tecnologías de la información críticas suele tentar a las autoridades a reforzar su dominio político sobre la sociedad, lo que termina por sofocar la innovación desde abajo.
Estados Unidos muestra síntomas similares, aunque con un matiz distinto. Desde la revolución informática de los noventa, sus industrias han tendido a concentrarse mucho más, debilitando la competencia dinámica que alguna vez caracterizó a Silicon Valley. Hoy, una red de cláusulas de no competencia restringe la movilidad laboral, limita la circulación del conocimiento tácito y constituye desincentivos para que científicos e ingenieros funden empresas rivales. Dado que las empresas emergentes son esenciales para transformar los avances de laboratorio en productos comerciales, esta restricción a la circulación de talento debilita precisamente el mecanismo —la destrucción creativa— que redistribuye la participación de mercado hacia nuevas ideas. Según los economistas Germán Gutiérrez y Thomas Philippon, la tendencia no responde tanto a inevitables economías de escala como a la presión de intereses establecidos, que han logrado consolidar ventajas regulatorias, desde la extensión de patentes hasta obstáculos para la concesión de licencias en determinados sectores.
Este patrón también amenaza a la IA. Tras la apariencia de intensa competencia, la estrecha alianza de Microsoft con OpenAI ya controla alrededor del 70% del mercado comercial de modelos grandes de lenguaje, mientras que Nvidia suministra cerca del 92% de las unidades de procesamiento gráfico (GPU) especializadas que se utilizan para entrenarlos. Junto con Alphabet, Amazon y Meta, estas empresas dominantes también han estado adquiriendo participaciones en empresas emergentes de IA prometedoras. Un marco de políticas que proteja el dinamismo competitivo —en lugar de blindar la fortuna de empresas específicas— es condición esencial para que la próxima generación de innovadores impulse la productividad con la fuerza transformadora que prometen. Lo fue en la era de la informática, y lo sigue siendo en la era de la inteligencia artificial.
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