Power and Progress: Our Thousand-Year Struggle Over Technology and Prosperity, Daron Acemoglu y Simon Johnson, PublicAffairs, Nueva York, NY, 2023, 560 págs., USD 32,00
Imaginemos que a un trabajador a punto de ser reemplazado por un robot se le dijera: “Alégrate, tu trastataranieto se beneficiará de estos avances tecnológicos. Lamentablemente, tú y tus hijos y sus hijos atravesarán tiempos difíciles, pero no actúes como un ludita egoísta oponiéndote a la prosperidad futura”. Eso es esencialmente lo que les ocurrió a los obreros textiles en las primeras décadas de la Revolución Industrial, según exponen Daron Acemoglu y Simon Johnson, en Poder y progreso. El uso de nuevas tecnologías y máquinas “no elevó los ingresos de los trabajadores durante casi cien años”, escriben. “Por el contrario, como los mismos trabajadores textiles perfectamente comprendieron, las horas de trabajo se alargaron y las condiciones eran horribles, tanto en la fábrica como en las ciudades superpobladas”. Los mineros del carbón, entre ellos niños, trabajaban en condiciones aún más deplorables.
La Revolución de la Información está avanzando en una trayectoria similar a la de las primeras décadas de la Revolución Industrial, sostienen Acemoglu y Johnson. Desde 1980, las fuerzas gemelas de globalización y automatización nos han traído una espectacular variedad de nuevos productos, algo posibilitado en parte por la introducción de cadenas de suministro mundial. Las dos fuerzas “han sido sinérgicas, impulsadas ambas por el mismo afán de reducir los costos laborales y marginar a los trabajadores”. Como resultado, los trabajadores —en especial los de baja calificación en las economías avanzadas— no han participado en la prosperidad, surgiendo así sociedades de dos niveles. En Estados Unidos, por ejemplo, “el salario real de la mayoría de los trabajadores apenas ha aumentado” desde 1980. Solo la mitad de los niños estadounidenses nacidos en 1984 ganan más que sus progenitores, en comparación con 90% de los nacidos en 1940. Las condiciones laborales pueden no ser tan deplorables como durante la Revolución Industrial, pero aun así la falta de oportunidades ha empujado a muchos a lo que Anne Case y Angus Deaton denominan “muertes por desesperación”. En muchos países, la participación del trabajo en el ingreso nacional ha caído, con un correspondiente aumento de la participación del capital.
Como hecho esperanzador, la historia también ofrece ejemplos de beneficios de los avances tecnológicos compartidos de manera más amplia, un fenómeno que los autores llaman “tren de productividad”. Esto ocurre cuando, ya sea por accidente o por elección, la tecnología eleva la productividad de los trabajadores en lugar de simplemente desplazarlos, creando abundantes nuevos empleos. Subirse a este tren sí exige que los trabajadores encuentren formas de hacerse con su cuota de participación en la nueva prosperidad. Después de un desalentador comienzo, la Revolución Industrial finalmente se movió en esta dirección. Esto ocurrió al tomarse mayor conciencia de que “en el nombre del progreso, gran parte de la población se estaba empobreciendo” y al organizarse los trabajadores para reclamar mayores salarios y mejores condiciones de vida. Como resultado, en el Reino Unido, por ejemplo, desde 1840 a 1900, los salarios aumentaron más de 120%, superando el crecimiento de 90% en la productividad.
Las tres décadas siguientes a la Segunda Guerra Mundial también fueron una era de prosperidad compartida. Las nuevas tecnologías adoptadas durante ese período no estaban abrumadoramente dirigidas a ahorrar dinero mediante la automatización, y generaron “un montón de nuevas tareas, productos y oportunidades”. Y los trabajadores se organizaron en sindicatos para luchar por su justa participación en los beneficios. Como resultado, la participación del trabajo en el ingreso nacional aumentó durante dicho período, un signo de que la tecnología era favorable a los trabajadores y los empleadores compartían sus beneficios.
¿Traerán las próximas décadas una prosperidad compartida o un nuevo avance hacia la existencia de sociedades de dos niveles? Acemoglu y Johnson concluyen que “es tarde, pero quizá no demasiado tarde” para cambiar el curso, y el último capítulo ofrece la lista obligatoria de medidas —más de una docena en total— que las sociedades pueden tomar para lograrlo, que van desde “desarticular los gigantes tecnológicos” hasta una “reforma de la academia”. El paso que más importa dada la propia evidencia histórica de los autores es la "organización de los trabajadores", es decir, si los trabajadores podrán —y se les permitirá— organizarse para mejorar sus salarios y condiciones de trabajo. Hasta ahora no hay evidencias claras: la sindicalización ha aumentado ligeramente en muchas economías, pero esas iniciativas han suscitado oposición de las empresas y muchos intentos de formar agrupaciones sindicales han fracasado. Acemoglu y Johnson probablemente habrían dicho, “Trabajadores del mundo, ¡únanse!”, si ese eslogan no hubiera sido ya adoptado.
Las opiniones expresadas en los artículos y otros materiales pertenecen a los autores; no reflejan necesariamente la política del FMI.