De las crisis surgen oportunidades, aunque por caminos insospechados
Los acontecimientos de los últimos años, y más recientemente la pandemia de COVID‑19 y la guerra en Ucrania, nos han obligado a todos a confrontar algunos de los peligros inherentes a nuestro mundo interconectado. En el siglo XXI, la amenaza más grave a la estabilidad internacional parece residir en la mayor interdependencia de nuestras sociedades, al reforzar la potencia de un shock procedente de cualquier lugar del mundo para convertirse en sistémico.
La historia contradice la percepción de la sociedad de que el desafío planteado por este mundo cada vez más interconectado es algo nuevo. En la primera mitad del siglo XX, el mundo se tambaleaba de un shock a otro: la Primera Guerra Mundial, la gripe española, las revoluciones comunistas, una Gran Depresión caracterizada por la rivalidad de bloques comerciales, y una crisis geopolítica mundial generada por las potencias del Eje que derivó en la Segunda Guerra Mundial.
Después de 1940, surgieron iniciativas para construir un nuevo orden mundial, teniendo como centro las Naciones Unidas (ONU). Con el tiempo, la continuada proliferación y especialización de organismos multilaterales pareció ser una señal de su éxito, y para comienzos de la década de 2000 los beneficios del multilateralismo institucionalizado eran evidentes y en gran medida no fueron objeto de cuestionamientos.
El siglo XXI ha puesto fin a la idea de que las instituciones internacionales pueden prever y gestionar los shocks. Las acusaciones de que la Organización Mundial de la Salud tiene una posición sesgada y que la ONU ha fracasado en dar respuesta a la guerra en Ucrania han generado un resurgimiento y reafirmación de las líneas de batalla de la Guerra Fría, y se habla de potencias democráticas frente a otras autoritarias. Al girar el mundo su mirada hacia Turquía y China como posibles mediadores para poner fin a la guerra, el orden mundial establecido en 1945 —así como las instituciones liberales que lo encarnan— parece estar en mayor riesgo que nunca antes. Esto sucede mientras enfrentamos la posibilidad real de que sobrevengan más shocks, que amenazarán gravemente la estabilidad política, la cohesión social, las perspectivas económicas y los sistemas naturales que nos sostienen.
Gestionar los shocks futuros
Estas tribulaciones surgen tras más de 20 años de retos para el sistema de la ONU. Los problemas de gestión de la ONU a veces se combinan con las operaciones de sus numerosas agencias especializadas. Esto plantea el riesgo de que el sistema de la ONU siga el rumbo de la Liga de las Naciones, el primer organismo intergubernamental del mundo, que en muchos sentidos fue el precursor y piedra fundacional de las instituciones de la ONU que lo sucedieron. Al haber estado la historia movilizada por actores de todos los lados de la guerra en Ucrania, ¿existen algunas lecciones que esta historia de fracasos nos pueda enseñar mientras enfrentamos el reto de shocks futuros?
Primero, y de forma más inmediata, la larga visión de la historia nos muestra que es mejor no dividirla en eras de estabilidad o crisis, equilibrio o shock. La primera mitad del siglo XX no fue un período de shocks interminables como tampoco fue estable la era de la Guerra Fría, un orden mundial aparentemente determinado por dos superpotencias, Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y armoniosamente supervisado y administrado por organismos mundiales. El momento unipolar de Estados Unidos tras el final de la Guerra Fría análogamente enmascaraba complejidades más profundas. Hay una nueva transición del poder en curso, pero no solo en favor de China. La probabilidad de que China sea la gran potencia del siglo XXI no es mayor que la probabilidad de que Estados Unidos lo fuera en el siglo XX. El debate acerca de cómo gestionar los shocks futuros debe focalizarse en el desafío de la multipolaridad y la desigual distribución de los recursos y el poder a nivel mundial.
Es mejor anticiparse al problema considerándolo como uno relativo al manejo de turbulencias que considerar cada shock como un hecho separado. Esto nos insta a evitar la dicotomía entre estabilidad y cambio, a confrontar sus diferentes cronologías y a reconocer la relación entre diferentes tipos de shocks. Por ejemplo, nos ayudará a reconocer que la actual interrupción del suministro de alimentos y fertilizantes en Ucrania tendrá consecuencias que durarán más que la guerra. Eso es lo que ocurrió después de 1918, cuando el rápido desarrollo de los mercados de ultramar para Estados Unidos pasó de auge a caída, con efectos duraderos en los precios del trigo de América del Norte que tuvieron consecuencias para la política comercial y la diplomacia de Estados Unidos. Igualmente prolongados fueron los efectos del desplazamiento poblacional después de ambas guerras mundiales. En los diez o más años posteriores al final de esas guerras, Occidente en buena medida se olvidó de la gran cantidad de personas desplazadas de Europa central y oriental que aún vivían en campamentos temporales. La solidaridad europea corre considerables riesgos si se permite que países como Polonia enfrenten aisladamente retos socioeconómicos que persistirán durante algún tiempo.
Una de las lecciones fundamentales —si no la principal— del fracaso de la cooperación internacional y la gobernanza mundial en el camino hacia la Segunda Guerra Mundial fue la centralidad absoluta de la economía política. Hubo persistentes esfuerzos para promover nuevas normas y prácticas internacionales que facilitarían la coordinación y cooperación entre las democracias liberales a lo largo de las décadas de 1920 y 1930. Esa historia compartida —y la inteligencia que generó— fue la piedra angular sobre la cual se construyó un nuevo orden. Y su planificación comenzó ya en 1940. Los diplomáticos del siglo XXI no deberían olvidarlo, aun cuando las cuestiones geopolíticas necesariamente ocupen el primer plano en el corto plazo.
En Ucrania, los artistas se inspiran en la resistencia a Stalin de fines de las décadas de 1920 y 1930 para confrontar una vez más el imperialismo ruso. Es un crudo recordatorio de que el orden mundial no es forjado por los líderes políticos desde lo alto. La década de 1920, más que cualquier otra anterior, se caracterizó por olas de movilización social en torno a interrogantes internacionales relativos a la guerra y la paz en todo el espectro político. Muchas de las organizaciones no gubernamentales que actualmente dan apoyo a civiles ucranianos desplazados surgieron de un activismo local de base. Los acontecimientos recientes indican un fuerte cambio similar al de la década de 1920, con reclamos de justicia que emergen en muchas partes del mundo, abriendo una oportunidad para comprometer nuevamente el interés público en los organismos internacionales (no solo el activismo). Existe hoy una nueva generación de emprendedores de ayuda proactivos, que han encontrado una voz autorizada y pueden contribuir a establecer el marco y determinar el lenguaje para mantener conversaciones más amplias acerca de las reformas necesarias que aporten mejores soluciones a nuestros retos comunes.
De lo local a lo mundial
¿Y cómo serían esas soluciones? La pandemia ha resaltado la importancia de lo local para lo mundial. La lucha contra las epidemias de tifus, cólera y tuberculosis en la década de 1920 instauró mecanismos internacionales de colaboración científica y humanitaria que continuaron incluso cuando los países entraron en guerra unos con otros. Estas prácticas reconocieron la necesidad de un compromiso mundial de apoyar programas locales basados en la comunidad que incluye el respaldo económico y financiero así como una mejor atención en salud. En 1945, esta historia dio lugar a nuevas instituciones de gobernanza mundial en el campo de la salud y la economía —la Organización Mundial de la Salud, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial— poniendo de relieve uno de los muchos momentos en que las prácticas e institucionalización de la gobernanza mundial fueron cuestionadas, desmontadas y rearmadas como resultado de nuevos shocks.
Es sumamente difícil crear desde cero instituciones colaborativas de gobernanza mundial. En 1945, la multifuncional Liga de las Naciones dio paso a instituciones de la ONU creadas con un único propósito, sugiriendo que los ejes y formas de gobernanza se diferencian unos de otros: salud, alimentación, finanzas, comercio, geopolítica, poblaciones desplazadas, cambio climático. Los hechos de estos últimos años, y en particular la pandemia de COVID‑19 y la guerra en Ucrania, dejan en claro que no es así. Reconocer cómo se conectan los temas económicos y sociales debería ser fundamental en las iniciativas futuras orientadas a contener una escalada de las tensiones geopolíticas. Al planificar el futuro —una tarea indispensable— debemos prestar igual atención tanto a la interacción de shocks tales como el desplazamiento poblacional, las enfermedades, los conflictos geopolíticos, las innovaciones tecnológicas disruptivas y el cambio climático, como a la forma de lograr y coordinar la participación de múltiples estados y organismos interinstitucionales. La gestión de esos shocks no puede dejarse en manos de instituciones individuales, como la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) o el FMI.
Un hecho crucial es que la guerra en Ucrania ha destacado la importancia de las instituciones regionales para la gobernanza mundial. Interrogantes planteados desde hace décadas, aparentemente moribundos, acerca de la forma en que la OTAN, la Unión Europea, y el Consejo de Seguridad y la Asamblea General de la ONU deberían relacionarse entre sí en lo referente a la seguridad humana siguen hoy muy vigentes. Si la gobernanza regional es clave, las implicaciones mundiales de nuevas instituciones regionales, como el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura, distan de ser claras. La gobernanza mundial, como muestra la propia historia de las Naciones Unidas, depende fuertemente de la trayectoria pasada. Si esto presenta una nueva agenda de reformas y la posibilidad de actuar, los desafíos del regreso de la geopolítica, aunque a veces atemorizantes, deberían resultar familiares. Mientras muchos comentaristas se detienen en las amargas lecciones de la década de 1930 y los primeros años de la Guerra Fría, en realidad una política de poder moldeó y limitó las perspectivas de una gobernanza mundial durante todo el siglo XX. Reconocerlo ofrece una oportunidad porque es un recordatorio de que los argumentos a favor, o en contra, de la cooperación y organización internacional son intentos que compiten para encontrar soluciones a dilemas comunes. La guerra en Ucrania deja en claro que las relaciones internacionales son el ámbito donde todos los dirigentes estatales tienen el menor grado de control. Paradójicamente, aunque la guerra es una señal del fracaso del diálogo, también es una lección sobre la importancia de un proceso eficaz de colaboración institucionalizada y diplomacia.
La diplomacia debe focalizarse necesariamente en el desafío inmediato de asegurar una paz que respete la soberanía ucraniana al tiempo que aborde la necesidad de seguridad de ese país —y de Rusia— pero sin ignorar las repercusiones para la reputación del derecho internacional y las instituciones. El enjuiciamiento de los crímenes de guerra está, como es lógico, en la primera línea del debate público. Pero uno de los problemas más espinosos que siguieron a la Primera Guerra Mundial fue cómo reabrir el comercio internacional tras las prolongadas sanciones impuestas. El bloqueo aliado de las potencias centrales facilitó el surgimiento de instrumentos jurídicos proteccionistas que impidieron la recuperación del comercio mundial hasta la década de 1960. El proteccionismo resultó ser persistente no solo debido al auge y caída en la década de 1920 y 1930, sino porque las normas y prácticas de libre comercio —formuladas por las potencias victoriosas, particularmente Gran Bretaña y Estados Unidos— fueron consideradas extremadamente injustas. Aunque los términos de paz exigían que Alemania y Austria se abrieran totalmente al libre comercio, la misma cláusula jurídica de nación más favorecida en los Tratados de Paz de París incluía disposiciones para que Gran Bretaña y Estados Unidos reforzaran legalmente su propia protección. Con el tiempo, la percepción pública en Alemania y Austria de que los aliados habían hecho para sí mismos un trato especial perjudicó la legitimidad del acuerdo, así como la reputación de los estadistas democráticamente electos que lo firmaron en 1919. Esto nos recuerda que, si bien la necesidad de cooperación puede ser evidente, el significado de la cooperación no lo es. Debemos estar constantemente abiertos a visiones alternativas acerca del orden y la gobernanza.
Por último, cabe recordar que mientras que los críticos austríacos y alemanes del sistema internacional que surgió después de 1919 estaban descontentos con los términos del acuerdo de paz, esos países lo impugnaron mediante los mecanismos de la Liga de las Naciones. La institución, al igual que el orden mundial, enfrentó un reto existencial solo cuando el gobierno nacionalsocialista —un grupo marginal durante la década de 1920— optó por desafiar a la Liga, uniendo fuerzas con Japón e Italia; y Gran Bretaña y Francia, con la esperanza de evitar otra guerra, actuaron en connivencia con la estrategia. Los aliados que procuren asistir a Ucrania deben recurrir a la ley internacional y a los organismos que la encarnan reconociendo al mismo tiempo la necesidad de hacer reformas. Trabajar por fuera de esos organismos, en esfuerzos desordenados por lograr una pronta resolución, como Neville Chamberlain procuró hacer en Múnich en 1938, genera el riesgo de asestar un golpe fatal al orden mundial, así como a las perspectivas de paz.
La turbulencia puede empujar a las personas, las instituciones y los países hasta sus límites. La historia muestra que fomenta simultáneamente una actividad de defensa creativa, pluralista y dinámica que conduce a nuevos modos de cooperación, a menudo en las horas más oscuras de la historia. Mantengamos una actitud resuelta —aunque no siempre optimista— al enfrentar el desafío de las turbulencias de nuestro mundo durante algún tiempo.
Las opiniones expresadas en los artículos y otros materiales pertenecen a los autores; no reflejan necesariamente la política del FMI.