Gary Seidman traza una semblanza de Guido Imbens, el economista de Stanford que está cambiando la forma en que los investigadores establecen la relación causa-efecto en el mundo real
En algunas instancias de su vida, a Guido Imbens se le ha subestimado seriamente. En una ocasión, cuando todavía era un aplicado alumno en su Países Bajos natal, el joven Guido fue suspendido sin miramientos, durante varias semanas, de su primera clase de Economía debido a un enfrentamiento con el profesor por un libro de texto. Años después, en una entrevista para un cargo docente en la Universidad de Harvard, un profesor adjunto de carácter combativo —que acabaría convirtiéndose en el mejor amigo de Imbens y con quien compartiría el Nobel de Economía— votó en contra de que lo contrataran. “Le pareció que el tema de mi tesis era aburrido”, explica Imbens. “Era muy árido y técnico”, rememora Joshua Angrist entre risas al cabo de tres décadas.
Hay cosas en esta vida y en la Economía que no se alcanzan a comprender del todo. Imbens compartió el Premio Nobel de Economía de 2021 con Angrist, del Instituto Tecnológico de Massachusetts, y con el economista laboral David Card, de la Universidad de California, Berkeley, por transformar la forma en que los economistas entienden la relación causa-efecto. Imbens y Angrist desarrollaron herramientas para responder a las preguntas del tipo ¿y si...? que plantea la vida, no solo para explicar lo que en realidad ocurrió, sino también para usar experimentos naturales con el fin de estimar qué habría ocurrido si las circunstancias hubieran sido otras. Tomemos por caso una pregunta básica: ¿De verdad ganan más dinero a lo largo de su carrera quienes van a la universidad? No se puede hacer un experimento perfecto colocando a la misma persona en dos trayectorias vitales diferentes, una en la que va a la universidad y otra en la que no, y ver qué pasa. Es imposible. Por otro lado, tampoco se puede colocar a dos personas en trayectorias vitales diferentes con el único propósito de realizar un experimento, eso no sería ético.
Así que Imbens y sus colegas diseñaron y probaron herramientas más sofisticadas para utilizar datos del mundo real —datos desorganizados e imperfectos, fruto de la observación— con el fin de estimar resultados que de otra forma no pueden observarse directamente. Fueron pioneros de la inferencia causal que, por ejemplo, compara a personas parecidas que, por pura casualidad o fruto de las circunstancias, toman decisiones diferentes.
Tomemos el caso de la Guerra de Vietnam, cuando un sistema de reclutamiento por sorteo asignó números aleatoriamente a los jóvenes en edad de servir en el ejército. La posibilidad de que fueran reclutados quienes tenían un número bajo era más alta. Por otra parte, muchos jóvenes podían evitar ser llamados a filas matriculándose en la universidad. Así pues, esa lotería de reclutamiento creó una especie de experimento natural, permitiendo a los investigadores comparar resultados como los ingresos de individuos parecidos, entre los cuales algunos habían servido en el ejército y otros no, eminentemente debido al número de reclutamiento que se les había asignado de forma aleatoria, y a cómo eso había influido en la probabilidad de ser llamados a filas, sin que se tratase meramente de una cuestión de motivación personal. ¿Y eso por qué importa? Porque la correlación no basta. Si un gobierno quiere expandir las oportunidades y mejorar los ingresos, necesita saber si la universidad realmente redunda en una renta mayor, y no solo asumir que ambas suelen ir de la mano. En la actualidad, estos métodos ayudan a autoridades, médicos, negocios e investigadores a tomar mejores decisiones basadas en evidencia procedente de la vida real.
Amistades que dan fruto
El punto de inflexión en la carrera de Imbens se produjo a principios de la década de 1990 en Harvard cuando, pese a unos inicios accidentados, acabó entablando una relación de colaboración y de amistad duradera con Angrist. La alianza entre ambos no surgió en las aulas, sino en la lavandería local. Los dos jóvenes profesores solían coincidir los sábados por la mañana, y mientras doblaban camisas intercambiaban ideas, con el murmullo de las secadoras como música de fondo. “Es más divertido trabajar con amigos”, concluye Angrist. “Yo a mis alumnos les digo que los colaboradores deben escogerse con el mismo cuidado y nivel de reflexión con que se elige la pareja”, bromeaba en NobelPrize.org. Esa amistad fue el germen de su contribución más influyente: el desarrollo del marco de trabajo del efecto local promedio del tratamiento (LATE). El LATE proporciona un método riguroso para estimar la forma en que una intervención —ir a la universidad, por ejemplo— afecta a quien la experimenta solo debido a alguna circunstancia aleatoria, como puede ser la obtención de una beca.
Hoy por hoy, el LATE es una herramienta estándar para convertir datos desorganizados en hallazgos creíbles. Imbens la describe como una forma de enfocarse no en todo el mundo sino específicamente en la gente cuyas decisiones se ven alteradas por una fuerza exterior, como son una ley, una regla o un cambio de circunstancias. Las autoridades, por ejemplo, la utilizan para analizar cómo impacta la disponibilidad —por ley— de un seguro de salud sufragado por el gobierno en el uso de la asistencia sanitaria a los 65 años, o para medir el efecto sobre los ingresos de ir al colegio durante más tiempo en cumplimiento de las leyes de educación obligatoria. En el ámbito industrial, Silicon Valley la utiliza para evaluar características nuevas en plataformas tecnológicas, a través de lanzamientos que se producen de manera aleatoria. Al centrarse en la gente cuyo comportamiento viene impulsado por acontecimientos del mundo real, la herramienta LATE ha ayudado a que la Economía de los modelos teóricos se traslade a políticas prácticas basadas en evidencia.
Imbens considera que el trabajo fundacional del estadístico Donald Rubin —otro colega de Harvard y amigo— ha sido fundamental en el modo en que él y Angrist enfocaron la causalidad. Según él, su enfoque se apoyó en estudios anteriores, incluida la colaboración de Angrist con el difunto Alan Krueger, economista pionero en cuestiones laborales. El trabajo publicado por ambos en 1991 estima el efecto causal de la educación en los ingresos, basándose para ello en el trimestre de nacimiento y la legislación estadounidense sobre inicio de la escolarización. Imbens recalca que ese trabajo “fue muy influyente” para el avance de la Economía causal. Esos primeros experimentos naturales sentaron las bases de la revolución que se produjo en cuanto a la credibilidad de la Economía en la década de 1990, cuando los investigadores empezaron a cuestionar las hipótesis e insistir en las comparaciones plausibles. Lo primero que hicieron fue preguntar: ¿qué habría ocurrido en circunstancias diferentes? Esto supuso un desplazamiento hacia el empirismo que Imbens contribuyó a concretar con nuevas herramientas y estrategias de identificación más exactas.
Card, que compartió el Nobel con Imbens y Angrist por el uso de experimentos naturales en los mercados de trabajo, señala que Imbens adopta una postura poco habitual, a medio camino entre la teoría y la práctica. “Yo soy sobre todo un practicante. Él se inclina más por la metodología. Ahora bien, entre los que priman la metodología, Imbens es de los que más se interesan por saber qué están haciendo los que optan por la práctica”, comenta Card. El trabajo combinado de ambos ayuda a salvar la brecha entre lo que está ocurriendo en el mundo y la forma en que podemos comprender con validez por qué está ocurriendo. En palabras de Imbens, “queríamos hacer que la Econometría resultara útil para los empíricos de un modo que creíamos que todavía no existía del todo”.
Ahora bien, Rubin opina que la aportación de Imbens a un equipo va mucho más allá de su potencia intelectual. “Sencillamente es amable por naturaleza. Tiene una presencia calmada y un sentido del compañerismo que disuelve las tensiones y hace que no se pierda el foco —añade Rubin—. Su forma de ver la vida es diferente en muchos aspectos”.
Curioso desde pequeño
Imbens nació en 1963 en Geldrop, en el sur de los Países Bajos. Pese a que sus padres no eran académicos —ni tenían título universitario cuando Imbens era joven—, fomentaban la exploración intelectual. “Estimularon mucho esa curiosidad en nosotros”, dice Imbens. Su padre les ponía problemas de matemáticas a él y a sus dos hermanos por puro entretenimiento. “Nos lo pasábamos bien resolviéndolos”, rememora Imbens. Aquello encendió su curiosidad y su amor por el pensamiento lógico, habilidades que más adelante darían forma a su enfoque de la Economía. “Al final, tanto mis hermanos como yo acabamos yendo a la universidad. De hecho, mi hermano se doctoró en Matemáticas”.
De niño, a Imbens le fascinaba el ajedrez, una pasión que era fiel reflejo de su amor por la estrategia y el pensamiento analítico. También heredó una veta independiente —y cierta dosis de testarudez— de su madre, Annie Imbens-Fransen, quien más tarde se convertiría en teóloga feminista y autora de libros. Él recuerda el instinto inconformista de su madre. “Vivíamos en casas que eran propiedad de Philips (la multinacional holandesa de la electrónica donde trabajaba su padre) y, una vez al año, la empresa se encargaba de pintar las puertas de entrada de las casas de un amarillo chillón horroroso”, recuerda Imbens. “A mi madre le espantaba. Así que, al día siguiente, nosotros pintábamos la nuestra de negro. Era una hilera de casas adosadas, todas con puertas amarillas menos una”.
Después de la escuela secundaria, Imbens se decidió por la Universidad Erasmus de Róterdam, donde una de sus primeras influencias, el también economista holandés y premio nobel Jan Tinbergen, había establecido un programa de Econometría. Luego en 1986 obtuvo una maestría en la Universidad de Hull, Reino Unido, bajo la dirección de Anthony Lancaster, que acabó convenciéndolo de que le siguiera a la Universidad de Brown, donde Imbens se doctoró en 1991. “Para Guido, ingresar en Brown para hacer el doctorado fue como ganar la lotería”, comenta Susan Athey, su esposa y profesora colega de Economía en la Universidad de Stanford.
A través de Lancaster, Imbens dio sus primeros pasos en econometría bayesiana y pudo acceder a las herramientas intelectuales y, tal vez lo que es aún más importante, a la red de contactos que propiciarían el lanzamiento de su carrera académica en Estados Unidos.
Tras pasar brevemente por Harvard, Imbens ocupó cargos docentes en la Universidad de California, en los campus de Los Ángeles y Berkeley, y por fin en Stanford, donde enseña en la actualidad. Es en UCLA donde tiene lugar un caso histórico de uso de la inferencia causal en un estudio que Imbens realizó con Rubin y el doctorando de Harvard Bruce Sacerdote. Utilizaron datos de la lotería para analizar cómo las ganancias financieras inesperadas afectan las decisiones de trabajo y gasto de las personas. Los resultados —que muestran que la gente no necesariamente abandona su trabajo después de recibir ingresos fortuitos, sino que muchos sencillamente trabajan un poco menos— contribuyeron a dar un giro a los debates en torno al ingreso básico y las pensiones, al tiempo que ampliaban el alcance de la inferencia causal más allá de las esferas de la educación y la salud.
Resolver problemas
Imbens es el primero en reconocer el papel de la serendipia en su propia vida. “Me siento muy afortunado. He tenido la suerte increíble de estar en el lugar correcto en el momento oportuno”. Aun así, cree firmemente que el haber cultivado una relación estrecha con muchos de los principales economistas de su generación ha sido tan determinante para su trabajo como la habilidad técnica, y le da gran importancia a su actual papel de mentor de jóvenes académicos. “Estoy tratando de influir en la profesión de un modo más general, siguiendo un rumbo que tiene sentido y en el que los económetras tratan de resolver problemas que son importantes para el trabajo empírico”, declara. “Eso es lo que intento inculcar en mis alumnos, que no siempre es una cuestión de matemáticas, sino más bien de problemas interesantes”.
En marzo de 2025, Imbens fue nombrado director de la Stanford Data Science, una iniciativa que apoya la investigación y el conocimiento académico a través de descubrimientos basados en datos y la educación en ciencia de datos, que se extiende a todo el campus. En su opinión, el puesto es una oportunidad para animar a los jóvenes investigadores, profundizar los vínculos interdisciplinares y acercar la ciencia de datos a la política económica del mundo real.
La colaboración económica siempre está a la vuelta de la esquina. La esposa de Imbens, Athey, además de haber sido merecedora de la medalla John Bates Clark, es conocida por su trabajo pionero sobre la confluencia de la tecnología, la Economía y el aprendizaje automático. “Susan es una economista con un amplio abanico de intereses, además de una fuente constante de inspiración para el tipo de problemas que yo trato”, señala Imbens. “En verdad, hemos compartido la carga desde el principio, y la diversión también”, comenta por su parte Athey, apuntando que su marido trabaja mucho, y sin embargo lleva una vida muy equilibrada que incluye salir en bicicleta con amigos los fines de semana, cuidar el jardín, invitar a sus alumnos a eventos y, cuando tiene tiempo —algo escaso por estos días—, cocinar unos platos deliciosos.
No obstante, su logro más destacable es haber contribuido a reconfigurar la manera en la que los economistas conciben la evidencia, la política económica y la incertidumbre y, gracias a eso, aportar claridad a cuestiones que en otro tiempo parecían no tener respuesta y abrir la puerta a una ciencia social más creíble. En un ámbito en el que se suele recompensar la certidumbre, Imbens se ha labrado una carrera trabajando en el desorganizado término medio, un lugar donde los datos son imperfectos y la honestidad intelectual es lo que más importa. Eso también es una forma de elegancia. Cuando el Museo del Premio Nobel solicitó a los galardonados que donasen un objeto que ilustrara sus investigaciones, Imbens escogió un envase de jabón de lavar, un discreto homenaje a aquellas primeras horas de la mañana en que doblaban camisas e intercambiaban ideas con Angrist. Pocos objetos podrían ilustrar mejor el espíritu de su trabajo: riguroso, colaborativo y con bases firmes en el mundo real.
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