Los problemas económicos más apremiantes exigen correcciones pragmáticas muy contextualizadas
La corriente económica más representativa de las últimas décadas está estrechamente vinculada a un determinado conjunto de políticas conocido como “neoliberalismo”. El paradigma neoliberal favorece la expansión de los mercados (algunos incluso de alcance mundial) y la restricción de la actuación del Estado. Hoy son muchos los que afirman que ese enfoque fracasó en varios aspectos importantes: profundizó la desigualdad dentro de las naciones, contribuyó poco a la transición climática y ofuscó temas que van desde la salud pública mundial hasta la resiliencia de las cadenas de suministro.
Con todo, la era del neoliberalismo presenció un logro histórico: el crecimiento económico récord de numerosas economías en desarrollo, incluso las de mayor población, produjo una enorme reducción de la indigencia a nivel mundial. Pero los países que mejor se desempeñaron durante este período, como China, no se caracterizaron precisamente por un pensamiento neoliberal; más bien, recurrieron a políticas industriales, empresas estatales y controles de capital tanto como a la liberalización de los mercados. Entre tanto, los países que más se aferraron al neoliberalismo, como México, sufrieron fracasos rotundos.
¿Fue el neoliberalismo producto de la disciplina económica? Esta disciplina está ampliamente considerada como una manera de pensar, más que como un conjunto de recomendaciones sobre políticas, y sus herramientas actuales producen muy pocas generalizaciones que indiquen de inmediato qué políticas conviene perseguir. Los principios de primer orden —el pensar en términos marginales, la coordinación de los incentivos privados con los costos y beneficios sociales, la sostenibilidad fiscal y la estabilidad de la moneda—son básicamente abstracciones que no conducen directamente a determinadas soluciones.
China es el ejemplo más claro de la plasticidad de los principios económicos. Como es bien sabido, el gobierno aprovechó los mercados, los incentivos privados y la globalización, pero mediante innovaciones poco tradicionales —el sistema de responsabilidad de los hogares, la dualidad de precios, la figura de comunidades empresariales rurales, las zonas económicas especiales— irreconocibles en Occidente pero necesarias para superar limitaciones subóptimas y las impuestas por la política interna.
En economía, la respuesta válida a prácticamente cualquier pregunta sobre una política es “depende”. El análisis económico funciona mejor que nunca cuando es capaz de abordar esa dependencia contextual; es decir, cómo y por qué influyen las diferencias del entorno económico en las consecuencias de las políticas. El pecado original del paradigma neoliberal fue creer que era posible aplicar a todos los casos algunas reglas simples y universales. Si el neoliberalismo fue la disciplina económica en acción, lo que quedó a la vista fue su mala actuación.
Nuevos problemas, nuevos modelos
Para mejorar la disciplina económica, es necesario partir de la premisa de que la amplitud y la magnitud de las dificultades que enfrentamos superan la capacidad de los modelos actuales. Ante esta situación, los economistas deben apelar a la imaginación y aplicar las herramientas de la profesión sin perder de vista las diferencias del contexto económico y político en diferentes partes del mundo.
El principal reto es la amenaza existencial que representa el cambio climático. En el mundo ideal del economista, la solución sería la coordinación internacional en torno a tres elementos: un precio mundial del carbono suficientemente alto (o un sistema de comercio de emisiones), subsidios mundiales a la innovación en energías verdes y un flujo sustancial de recursos financieros hacia las economías en desarrollo. Las probabilidades de que el mundo real, organizado en naciones soberanas, implemente algo remotamente parecido son muy lejanas.
La experiencia reciente muestra que la adopción de políticas verdes exige una maraña de negociaciones políticas en el plano nacional. Al tiempo que se suma a los detractores y los posibles damnificados por las políticas verdes, cada país da prioridad a sus propios intereses comerciales. Las políticas industriales de China destinadas a promover la energía solar y eólica fueron muy ridiculizadas por la competencia, pero prestaron un gran servicio al mundo porque redujeron drásticamente los precios de las energías renovables. Tanto la ley estadounidense de reducción de la inflación como el Mecanismo de Ajuste en Frontera por Carbono de la Unión Europea dependen de pactos políticos internos que trasladarán parte de los costos a otros países, pero probablemente harán más por la transición verde que ningún acuerdo internacional. Para ser útiles, los economistas tendrán que dejar de perseguir un ideal o de concentrarse meramente en describir los costos de estas políticas en términos de eficiencia; más bien, deberán apelar a la imaginación para encontrar soluciones a la crisis climática que superen las limitaciones políticas y subóptimas.
Si el cambio climático es la amenaza más grave para el entorno físico, la erosión de la clase media es el riesgo más significativo para el entorno social. Una sociedad y un orden político sanos necesitan una clase media amplia. Históricamente, el empleo seguro y bien remunerado en la manufactura y los sectores afines fue la base del crecimiento de la clase media. Pero las últimas décadas no han tratado bien a la clase media de las economías avanzadas. La hiperglobalización, la automatización, el cambio tecnológico a favor de la mano de obra calificada y las políticas de austeridad se han conjugado para producir una polarización del mercado laboral o una escasez de trabajos decentes.
El problema requiere políticas que trasciendan las del Estado benefactor tradicional y que pongan en primer plano la creación de buenos empleos, atendiendo tanto a la demanda de los mercados laborales (empresas y tecnologías) como a la oferta (calificaciones, capacitación). Deberán estar concentradas en el sector de los servicios, donde se generará el grueso de las oportunidades de empleo, y orientarse hacia la productividad, cuya promoción es tanto el requisito indispensable para que los trabajadores con menos formación consigan buenos empleos como un complemento necesario de los salarios mínimos y las regulaciones laborales. Aquí se impone experimentar con medidas novedosas, que en la práctica serán políticas industriales para servicios que absorban mano de obra.
Las economías en desarrollo tienen su propia versión de este problema, en la forma de una desindustrialización prematura. Para triunfar en los mercados internacionales se necesitan tecnologías cada vez más intensivas en conocimientos y capital. En consecuencia, el empleo formal en el sector de la manufactura toca máximos a niveles de ingreso mucho más bajos, y la desindustrialización laboral arranca mucho antes en el proceso de desarrollo. Esta desindustrialización prematura no es solamente un problema social; es también un problema para el crecimiento, ya que impide que los países de bajo ingreso de hoy apliquen estrategias de industrialización orientadas a la exportación que funcionaron en el pasado. El crecimiento económico mediante la integración a los mercados internacionales ya no da resultado cuando los sectores de bienes transables exigen muchos conocimientos y capital.
Esto implica que, al igual que las economías avanzadas, en el futuro las economías en desarrollo deberán volcarse menos a la industrialización y más al empleo productivo en el sector de los servicios. Si bien tenemos considerable experiencia en la promoción de la industrialización, las estrategias de desarrollo orientadas a los servicios, sobre todo en el caso de los servicios no transables dominados por empresas muy pequeñas, requerirán políticas completamente nuevas, aún no comprobadas. Nuevamente, los economistas tendrán que ser flexibles e innovadores.
El futuro de la globalización
Por último, necesitamos un nuevo modelo de globalización. En contra de la hiperglobalización obran fuerzas como los conflictos distributivos, el nuevo énfasis en la resiliencia y el auge de la competencia geopolítica entre Estados Unidos y China. Inevitablemente, las exigencias de la economía mundial y las obligaciones socioeconómicas y políticas nacionales en pugna están volviendo a equilibrarse. A pesar de la considerable preocupación en torno a una nueva era de proteccionismo y las perspectivas de un entorno mundial inhóspito, puede que el resultado no sea tan malo. Durante el período de Bretton Woods, la gestión económica nacional estaba bastante menos restringida por reglas internacionales y las exigencias de los mercados mundiales. Con todo, el comercio internacional y la inversión a largo plazo aumentaron significativamente, y los países que adoptaron estrategias económicas apropiadas, como los “tigres asiáticos”, lograron un desempeño excepcional pese a los niveles de protección más elevados en los mercados de las economías avanzadas.
Hoy podríamos llegar a un resultado parecido, siempre que las principales potencias no prioricen la geopolítica hasta tal punto que comiencen a reducir la economía mundial a un juego de suma cero. Este es otro ámbito en el cual la disciplina económica puede ser constructiva. En lugar de evocar tiempos pasados que produjeron resultados desiguales y que lógicamente no podían continuar, los economistas pueden contribuir a un nuevo conjunto de reglas para la economía mundial que facilite un nuevo equilibrio. Concretamente, pueden formular políticas que ayuden a cada gobierno a perseguir planes socioeconómicos y ambientales que beneficien al país sin perjudicar expresamente a los demás, y elaborar principios que distingan nítidamente entre los terrenos en los que prima el interés nacional y los que requieren cooperación internacional.
Un punto de partida útil es la disyuntiva entre los beneficios del comercio internacional y los de la diversidad institucional nacional, que están en perfecto contrapeso. En economía, las “soluciones de esquina” rara vez son óptimas; es decir, para obtener resultados razonables es necesario sacrificar algunos beneficios de ambos tipos. Cómo equilibrar estos objetivos contrapuestos en el comercio internacional, las finanzas y la economía digital es un complejo interrogante que los economistas podrían dilucidar.
Para ser útiles, los economistas deberán brindar soluciones acertadas y concretas a los problemas centrales de hoy —acelerar la transición climática, crear economías inclusivas y promover el desarrollo económico de las naciones más pobres— y evitar las que sean simplistas o de aplicación universal. La disciplina económica ofrece mucho más que reglas generales, pero puede ayudar únicamente si da rienda suelta a la imaginación colectiva, en lugar de ponerle un bozal.
Las opiniones expresadas en los artículos y otros materiales pertenecen a los autores; no reflejan necesariamente la política del FMI.