La política a menudo es desordenada, pero es la forma en que la sociedad asigna un valor a cosas que los economistas no pueden medir
Aun cuando Estados Unidos se encaramó en la cima del poder económico tras la Segunda Guerra Mundial, en el noreste y medio oeste del país había fábricas que abandonaban pueblos dejando atrás fundiciones oxidadas y comunidades desgarradas. La sociedad en general se enriqueció a medida que nuevas industrias florecían en otras regiones, pero muchas comunidades del cordón manufacturero de Estados Unidos aún están luchando con las secuelas de la desindustrialización.
La transformación económica de Estados Unidos tras la guerra es un ejemplo de cómo las políticas y tendencias que incrementan el bienestar social agregado pueden tener desafortunados efectos distributivos que las hacen polémicas: producen ganadores y perdedores. La polémica no es motivo para evitar una política económica, sobre todo si esta es muy beneficiosa para la sociedad. A las autoridades a menudo les cuesta persuadir al público para que acepte políticas económicas que mejoran el bienestar. Para hacerlas más atractivas, las autoridades tienen que reconocer que las políticas y tendencias se encuadran dentro un escenario social y político más amplio. Resulta vital que las políticas se ganen la aceptación de los principales interesados sociales y políticos.
La economía sirve para identificar políticas que podrían incrementar el bienestar social agregado. Una de esas políticas es el libre comercio. Prácticamente todos los economistas están de acuerdo en que eliminar las barreras al comercio es algo positivo para casi todas las economías. Ningún economista o autoridad razonable puede suponer que esto no implique costos: los consumidores y los exportadores quizá se beneficien, pero es probable que las empresas e industrias que tienen que competir con las importaciones salgan perjudicadas.
Existe una solución económica sencilla. Si una política que mejora el bienestar social crea perdedores, las ventajas que genera para la sociedad pueden usarse para compensar a los perjudicados. El gobierno puede aplicar impuestos a quienes resultan beneficiados por la liberalización del comercio —exportadores, consumidores— para ayudar a quienes salen desfavorecidos, como los trabajadores del sector automotor, por ejemplo. Dado que por definición la política aumenta el bienestar social, distribuir los beneficios siempre enriquecería a la sociedad, solo que de una manera más equitativa que si se dejara que los trabajadores del sector automotor recién desempleados se las arreglaran por su cuenta.
Problemas de compensación
La compensación quizá sea una idea sencilla y poderosa en teoría, pero no es fácil llevarla a la práctica. Los beneficiarios de una nueva política —como los consumidores y exportadores cuando se liberaliza el comercio— rara vez se muestran inclinados a que sus ganancias se vean disminuidas por impuestos. La compensación puede ser costosa y complicada desde el punto de vista político, y por eso ocurre mucho menos a menudo de lo que recomiendan los economistas.
La compensación puede ser difícil por otras razones más complejas. Una guarda relación con el tiempo: en algunos casos la medida adecuada serviría para que una generación compense a la otra. Por ejemplo, a fin de lograr cierta equidad y beneficio mutuo, quizá cabría pedir a las generaciones futuras que contribuyeran a la sociedad de 2024, si esta asumiera el costo de abordar el cambio climático, entre otras cosas para hacer frente a los empleos perdidos por la transición verde. ¿Pero cómo se puede lograr que pague “el futuro”? Una posibilidad sería que el gobierno se endeude y deje que los pagos del servicio de la deuda recaigan en las generaciones futuras. Si bien esto puede tener sentido en la práctica, el riesgo está en que se acumulen cargas de deuda que sean insostenibles. De hecho, iría en contra de los intereses a largo plazo de un país que las legislaturas actuales tengan la posibilidad de dejar en la bancarrota a los gobiernos del futuro, y es posible que los mercados financieros no lo permitan, si se resisten a financiar deudas que consideran excesivas.
Otro problema de la compensación es que a menudo no está claro a quién beneficiará o perjudicará una determinada política. Casi nunca se sabe a ciencia cierta cómo una economía compleja reaccionará ante el cambio. A lo mejor los economistas confían en sus modelos, pero es posible que los trabajadores y gerentes confíen menos en las predicciones. El peligro de exponer a los ciudadanos a riegos desconocidos puede llevar a los legisladores a tener reparos a la hora de propugnar una política u otra.
Otro factor relacionado que dificulta la compensación es la falta de credibilidad. Los gobiernos pueden prometer compensar a quienes se vean perjudicados por la liberalización del comercio o por la política climática, por ejemplo. Pero, al menos en los países democráticos, los gobiernos cambian. Las autoridades recién elegidas, que por lo general llegan al poder criticando a sus predecesores, no siempre están interesadas en mantener las políticas previas. Muchos gobiernos ni siquiera cumplen sus propias promesas, menos aún las de otros. En un mundo en que los resultados y las políticas públicas pueden variar, los que sienten que podrían verse afectados tienen abundantes razones para ser cautelosos.
Las dudas más graves acerca de la compensación pueden ser de índole no económica. El análisis económico se centra en el impacto puramente material o monetario de las políticas y las tendencias, y de la compensación, cuando esta ocurra. Pero a las personas quizá les preocupen consecuencias que no son tan claramente materiales y a las que resulta difícil ponerles un precio.
Por ejemplo, la liberalización del comercio ha contribuido al decaimiento de la manufactura tradicional en el cinturón industrial de Estados Unidos, así como en el norte de Inglaterra, el norte de Francia, el este de Alemania y otras zonas que solían ser industriales. Cuando los empleos desaparecen, no cabe duda de que se produce un costo económico que se ve reflejado en la pérdida de puestos de trabajo, salarios, ingresos fiscales y actividad económica en general.
Regiones afectadas
Puede ser que las regiones afectadas pierdan algo quizá menos tangible que trabajos bien remunerados, pero no por eso menos real. Una ciudad pequeña o un pueblo cuyas fábricas cierran puede entrar en una espiral socioeconómica descendente: los ingresos disminuyen, los valores y los impuestos a las propiedades se desploman, los servicios locales se deterioran y el entramado social de la comunidad se deshace. Esto es el preludio de una epidemia de desesperanza que ocasiona muertes por alcoholismo, abuso de drogas y suicidio (Case y Deaton, 2020). Incluso cuando las consecuencias no son tan graves, si se apaga el principal motor económico, decae la calidad de vida de todos los sectores. El colapso de una base económica estable destruye los cimientos de la comunidad (Broz, Frieden y Weymouth, 2021).
Un remedio común consiste en alentar a quienes han perdido su trabajo a mudarse adonde sí haya empleo. Esto puede ser difícil o imposible por razones económicas, dado que quienes quieren abandonar zonas deprimidas a menudo deben enfrentar el desplome del valor de sus viviendas. Los residentes quizá se resistan a mudarse por razones no pecuniarias, también. Puede ser que tengan familia o parientes en la zona, amigos o vecinos de muchos años, y arraigo a las tradiciones locales. Con o sin economía deprimida, es el lugar que conocen, y es su hogar.
El deterioro de las regiones de las minas de carbón ilustra este problema. La industria del carbón ha estado en decadencia desde hace años debido a factores ambientales y al cambio tecnológico, y últimamente, desde luego, a las políticas climáticas. Esto ha sido devastador para zonas enteras, no solo para los mineros (Blonz, Tran y Troland, 2023). Muchas comunidades mineras quedaron aisladas, y muy pocas estaban diversificadas económicamente, de modo que cuando empezó el desplome no había mucho que frenara la caída. Según un estudio del Banco Mundial, de los 222 condados de las minas de carbón en los Apalaches tan solo 4 habían logrado mantenerse “viables económicamente” (Lobao et al., 2021). Los habitantes de ciudades en las costas este y oeste de Estados Unidos apenas sabrán de ellos, pero millones de personas vivían en esos condados, a menudo en pueblos con un entramado social, cultural y religioso muy estrecho que viene de generaciones.
El costo de abandonar la comunidad de los ancestros no se reduce a lo netamente monetario; significa renunciar a todos esos vínculos personales. Y de nada sirve preguntar a las personas qué necesitarían para tomar la decisión de marcharse: la decisión de cada uno depende de la decisión de otros. ¿Por qué quedarse si todos se marchan? ¿Por qué marcharse si todos se quedan? El futuro de la comunidad puede depender de si sus integrantes permanecen unidos, con la esperanza al menos de forjar un porvenir más prometedor.
En este contexto, ¿cómo puede la sociedad sopesar las ventajas para los consumidores de comprar ropa o automóviles más baratos frente al costo humano que supone el colapso de ciudades y pueblos en Ohio, el valle de Meuse o el sur de Yorkshire? Algunos de estos costos son sin duda económicos y podrían resarcirse económicamente. Pero otros son no económicos, y su valor no puede calcularse con precisión. ¿Cómo poner precio a lo que significa pertenecer a una comunidad multigeneracional estrechamente unida?
La política como solución
La sociedad de hecho cuenta con un mecanismo para tratar de determinar la importancia relativa de estos valores que son difíciles de cuantificar: la política. Cuando se debaten los méritos del libre comercio frente a los de las fábricas locales, o de la energía de combustibles fósiles frente a la eólica o la solar, lo que se está debatiendo implícita o explícitamente es cómo ponderar los intereses de los consumidores y los productores, los perjudicados y los beneficiados, y la generación actual y la futura.
La mayoría de los estudios sobre la política del comercio, por ejemplo, muestran que las autoridades elegidas tienden a proteger (con aranceles u otras barreras comerciales) a los sectores con trabajadores poco remunerados más que a los sectores con trabajadores bien remunerados. Esta tendencia puede obedecer a muchas razones, y una de ellas casi con seguridad es que la gente se solidariza más con los trabajadores desplazados y poco remunerados. En un contexto diferente, los habitantes de ciudades que nunca han vivido en una granja parecen estar dispuestos a pagar más por sus alimentos para ayudar a sustentar a familias agricultoras, en gran medida debido a sentimientos de nostalgia y solidaridad por la vida rural.
El proteccionismo comercial o los subsidios a la agricultura quizá sean razonables desde el punto de vista político, e incluso desde el económico, y por lo tanto pueden ser absolutamente justificables. En el proceso político se sopesan los valores de las personas, incluidos aquellos a los que es difícil ponerles un precio. En este balance, preocuparse mucho por algo cuenta más que preocuparse solo un poco, y de ahí la relevancia de que a los consumidores les preocupe poco el precio de los juguetes, mientras que a los residentes de un pueblo manufacturero les preocupe mucho la cohesión de su comunidad. En el ámbito político, las opiniones muy vehementes importan más que las superficiales, y es probable que así deba ser.
La política es el mecanismo mediante el cual las sociedades toman decisiones complejas sobre cosas que a menudo son difíciles de comparar. Estas decisiones no suelen ser perfectas, y por lo general son conflictivas, pero es así como las sociedades modernas estiman el valor que los ciudadanos asignan a sus propios valores. La política es el ámbito en que las personas tienen la oportunidad de sopesar, por ejemplo, la viabilidad de un pueblo pequeño frente a las ventajas para los consumidores de comprar ropa más barata. El crecimiento económico y el progreso son muy importantes, pero a la gente le preocupan además otras cosas que también son dignas de atención.
Oscar Wilde escribió sobre aquellos que conocen el precio de todo y el valor de nada. Sería más justo y más exacto —y más útil— decir que los economistas son capaces de ponerle precio a muchas cosas, pero no a todo lo que tiene valor. El proceso democrático de la política quizá no nos dé una idea plenamente aceptada del valor de las cosas que no tienen precio —como la comunidad, la cultura, la familia—, pero sí puede iluminarnos acerca de lo que lo que siente la sociedad y el valor relativo que sus miembros le asignan a cada una de esas cosas.
Las opiniones expresadas en los artículos y otros materiales pertenecen a los autores; no reflejan necesariamente la política del FMI.