Pero en la mayoría de los casos, la productividad es el verdadero camino hacia la prosperidad
La competitividad, como advirtió Michael Porter en La ventaja competitiva de las naciones, su éxito de ventas de 1990, significa cosas distintas según a quién se le pregunte. Como integrante de la comisión presidencial sobre competitividad del gobierno de Ronald Reagan en los años ochenta, el economista conversó con directivos que pensaban en ella como una estrategia global para competir en los mercados mundiales y con congresistas para quienes implicaba lograr un saldo comercial favorable. En la actualidad, este término de uso habitual sigue resistiéndose a una definición precisa y suscitando opiniones encontradas.
Si aumentar la competitividad equivale a impulsar la productividad, los economistas probablemente coincidirían en que se trata de un objetivo loable casi sin excepción y en cualquier contexto. Aun así, también señalarían que el aumento de la productividad mejora el bienestar de un país, independientemente de que incida en sus exportaciones e incluso si el país no comercia en absoluto con otras naciones.
Sin embargo, la competitividad implica que lo relativo prima sobre lo absoluto: a las autoridades les interesa cómo se sitúa la productividad nacional frente a la de otros países más que su nivel intrínseco. Si la productividad de otro país aumenta, suele percibirse como una mala noticia, pues erosiona la competitividad del propio país. ¿Es válido este razonamiento?
Tiene sentido preocuparse por la productividad de los rivales en una competencia de suma cero, como el fútbol: si otro equipo de la liga mejora, se reducen las probabilidades de que el nuestro se proclame campeón. Sin embargo, un concepto clave en economía es que el comercio mundial no es un juego de suma cero. Al permitir que cada país se especialice en los bienes y servicios que produce con mayor eficiencia, el comercio mundial eleva la productividad en todos los mercados y redunda en beneficio de todos.
Términos de intercambio
¿Es bueno o malo para nuestro país que aumente la productividad de un país extranjero? Como suele ocurrir en economía, la respuesta es: depende.
Cuando un país extranjero produce un bien con mayor eficiencia, suele aumentar la oferta mundial de ese bien y abaratar su precio. Si exportamos esencialmente ese producto, la caída del precio global de nuestras ventas resulta perjudicial para nuestro país. En cambio, cuando actuamos principalmente como importadores, el abaratamiento mundial nos beneficia al reducir el costo de nuestras importaciones.
En otras palabras, el impacto de un aumento de productividad en un país extranjero depende de cómo varían los términos de intercambio nacionales: la relación entre los precios de exportación y los de importación de nuestro país.
En el caso de regiones o países pequeños cuya producción se limita a unos pocos bienes, estos efectos pueden ser de gran magnitud. Consideremos un territorio de reducidas dimensiones cuya economía depende principalmente de la fabricación y exportación de un tipo concreto de robot, que queda obsoleto cuando competidores extranjeros introducen un modelo superior. Las consecuencias económicas para ese país podrían resultar devastadoras.
Sin embargo, economistas como Paul Krugman han demostrado que, en economías grandes y diversificadas como Estados Unidos, China y la Unión Europea, los cambios en la productividad extranjera suelen tener un impacto limitado en los términos de intercambio. Esto se debe a su menor dependencia del comercio exterior y a que el intercambio comercial tiende a distribuirse entre una amplia gama de productos. Por lo tanto, las mejoras de productividad en otros países tienden a afectar tanto a los precios de importación como a los de exportación, de manera que su impacto neto es reducido frente a los importantes beneficios del aumento de la productividad nacional.
Además, suele ser más sencillo para un país influir en su propia productividad que en la de otros. Es por ello que las reformas económicas en la mayoría de los países deberían enfocarse en aumentar la productividad en lugar de reforzar la competitividad.
Precios de las exportaciones
Una segunda estrategia para aumentar la competitividad de un país consiste en abaratar el precio de sus exportaciones, lo que incrementa el volumen de ventas al exterior. En países donde la negociación colectiva está generalizada, esta estrategia es posible controlando el crecimiento salarial, siempre que las empresas destinen esos ahorros a contener los precios de venta de sus productos.
En ocasiones, los países buscan un efecto similar depreciando su moneda: es decir, ajustan el tipo de cambio para que cada unidad de divisa extranjera adquiera más unidades de moneda nacional. La depreciación cambiaria es otra forma de abaratar los precios de exportación (y los salarios) cuando se miden en moneda extranjera, lo que da a sus productos una ventaja competitiva en los mercados internacionales.
Sin embargo, cuando un país se encuentra cerca del pleno empleo, un incremento de la demanda externa de sus exportaciones excede su capacidad productiva, lo que eleva precios y salarios y neutraliza las mejoras competitivas alcanzadas.
Para evitar este desenlace, el gobierno podría combinar la depreciación cambiaria con medidas para contener la demanda agregada, como el aumento de impuestos o la reducción del gasto público. La depreciación estimularía la demanda de exportaciones, mientras que el ajuste fiscal moderaría el consumo interno de bienes. En conjunto, estas políticas reorientarían el empleo y la producción hacia el sector exportador y alejarían recursos de los sectores destinados al consumo interno y la inversión. El ingreso nacional se mantendría estable, pero el ahorro interno crecería gracias a mayores superávits (o menores déficits) fiscales, y el consumo interno disminuiría.
Ahorro e inversión
Este ejemplo ilustra un principio clave en economía internacional: desde una perspectiva contable, la balanza comercial de un país (exportaciones menos importaciones) debe corresponderse con la diferencia entre ahorro e inversión. Esto se debe a que la inversión se financia con el ahorro: si el ahorro interno supera la inversión interna, el excedente debe canalizarse hacia el exterior. Un país solo contará con ese flujo neto para invertir en el extranjero si registra un superávit comercial. A la inversa, un déficit comercial solo es sostenible si otros países le prestan recursos (es decir, actúan como inversores netos) para financiar importaciones superiores a sus exportaciones. (Para simplificar, esta explicación omite los flujos de rentas de capital, sin que ello altere las conclusiones esenciales).
Por tanto, si al hablar de “competitividad” las autoridades buscan mejorar la balanza comercial, solo lo lograrán mediante medidas que eleven el ahorro nacional o reduzcan la inversión interna. ¿Es esto aconsejable? La respuesta dependerá de que los niveles de ahorro e inversión nacionales se encuentren en equilibrio y no distorsionados por políticas públicas o fallas de mercado.
Preocupación legítima
En ciertas ocasiones, la baja competitividad y los desequilibrios entre ahorro e inversión evidencian problemas económicos de gran magnitud. Por ejemplo, imaginemos que una supervisión laxa del sector financiero permitió el ingreso masivo de capital extranjero, desencadenando un auge insostenible del crédito destinado al consumo y la inversión especulativa. La demanda interna rebasada elevaría salarios y precios, erosionando la competitividad de las exportaciones y fomentando la demanda de importaciones. ¿El resultado? Un abultado déficit comercial.
En este escenario, la falta de competitividad del país (reflejada en su elevado déficit comercial) se convertiría en motivo de legítima preocupación: la contracara de una burbuja insostenible alimentada por el crédito, destinada a estallar y causar daños significativos.
En ocasiones sucede lo contrario: cuando el ahorro nacional es demasiado abultado, la inversión es escasa, o ambas situaciones se manifiestan a la vez, se origina una competitividad excesiva. Por ejemplo, un país puede estar dedicando recursos insuficientes a la infraestructura pública. En ese caso, aumentar el gasto —y asumir un déficit fiscal mayor— podría fortalecer la capacidad productiva de la economía. Ese aumento de la inversión interna tendería a elevar los salarios y precios nacionales en relación con otras economías, lo que provocaría una pérdida de competitividad de las exportaciones. No obstante, este ajuste forma parte del proceso necesario para reasignar la capacidad productiva del sector exportador hacia el de inversión interna. Y si, como se asume en este caso, los rendimientos de la inversión interna superan a los del sector exportador, dicha reasignación ampliaría la capacidad productiva de la economía en su conjunto.
En resumen, mejorar la competitividad es un objetivo recurrente entre los responsables de la política económica, pero centrar los esfuerzos en aumentar la productividad de toda la economía —sin considerar necesariamente sus efectos sobre el comercio exterior— suele ser una estrategia más acertada. Aunque en ocasiones el nivel de precios relativo de un país frente a sus competidores puede generar desequilibrios comerciales, estos episodios son menos comunes de lo que muchos creen y, además, su identificación resulta compleja incluso con los indicadores especializados que utilizan los economistas.
Las opiniones expresadas en los artículos y otros materiales pertenecen a los autores; no reflejan necesariamente la política del FMI.