Los bancos centrales más enfocados en su mandato y menos intervencionistas obtendrían mejores resultados
En los países industrializados, la valoración de los bancos centrales entre el público ha caído enormemente. No hace mucho eran héroes, cuando apoyaban el anémico crecimiento con políticas monetarias no convencionales, fomentaban la contratación de minorías al permitir un cierto calentamiento del mercado laboral e incluso intentaban frenar el cambio climático, al tiempo que reprendían por no hacer más a los órganos legislativos paralizados. Ahora se les acusa de hacer mal su tarea más básica: mantener la inflación baja y estable. Los políticos, que huelen la sangre y desconfían de un poder no electo, quieren volver a revisar los mandatos de los bancos centrales.
¿Los bancos centrales se equivocaron en todo? Si es así, ¿qué deberían hacer?
Argumentos a favor de los bancos centrales
Empezaré con las razones por las que hay que dar un respiro a los bancos centrales. A posteriori, por supuesto, todo se ve claro. La pandemia fue inaudita, y sus consecuencias para la economía globalizada fueron muy difíciles de predecir. La respuesta fiscal, quizá mucho más generosa debido a que la polarización de los órganos legislativos no permitió llegar a un acuerdo sobre a quién excluir, no fue fácil de pronosticar. Pocos eran los que pensaban que Vladimir Putin iría a una guerra en febrero de 2022, lo que provocó nuevas interrupciones en las cadenas de suministro y el aumento vertiginoso de los precios de los alimentos y la energía.
No cabe duda de que los bancos centrales no reaccionaron con la rapidez necesaria a los crecientes signos de inflación. En parte, creían que todavía estaban en el régimen posterior a la crisis financiera de 2008, cuando cualquier aumento de precios, incluso del petróleo, apenas incidía en el nivel general de precios. En un intento de aumentar el nivel de inflación demasiado bajo, la Reserva Federal incluso modificó su marco durante la pandemia, con el anuncio de que sería menos reactiva a la inflación anticipada y mantendría políticas más acomodaticias durante más tiempo. Este marco fue adecuado para una época de demanda e inflación estructuralmente bajas; sin embargo, fue el peor al que aferrarse justo cuando la inflación estaba a punto de despegar y cada incremento de precios avivaba uno nuevo. Pero ¿quién sabía que los tiempos estaban cambiando?
Aun con una capacidad de previsión perfecta, los bancos centrales —que en realidad no están mejor informados que los actores competentes del mercado— podrían naturalmente haberse quedado por detrás de la curva de inflación. Para enfriar la inflación, los bancos centrales desaceleran el crecimiento económico. Sus políticas deben percibirse como razonables, si no, pierden su independencia. En un contexto en que los gobiernos habían dedicado billones a respaldar sus economías, el empleo se acababa de recuperar desde niveles muy bajos y la inflación apenas se había notado en más de una década, solo un banco central imprudente habría elevado las tasas e interrumpido el crecimiento cuando el público aún no veía la inflación como un peligro. En otras palabras, los aumentos preventivos de las tasas que habrían desacelerado el crecimiento, no habrían contado con legitimidad pública, sobre todo si hubieran conseguido que la inflación no aumentara, y aún más, si hubieran deflactado los altos precios de los activos financieros que daban al público cierta sensación de bienestar. Para poder adoptar medidas decididas contra la inflación, los bancos centrales necesitaban que el público viera que estaba aumentando.
En resumen, los bancos centrales tenían las manos atadas por distintos motivos: por la historia reciente y sus creencias, por los marcos que habían adoptado para combatir la baja inflación y por la política de ese momento; además, cada uno de estos factores incidía en los demás.
Argumentos en contra
Aun así, dejar el análisis a posteriori en este punto es, probablemente, demasiado generoso con los bancos centrales. Después de todo, sus acciones pasadas redujeron su margen de maniobra, y no solo por las razones que acabamos de explicar. Pensemos en la aparición de la dominancia fiscal (por la que el banco central actúa para acomodar el gasto fiscal público) y la dominancia financiera (por la que el banco central acepta los imperativos del mercado). Claramente, ambos se relacionan con las acciones de los bancos centrales en los últimos años.
Los largos períodos de bajas tasas de interés y elevado nivel de liquidez dan pie a un incremento de los precios de los activos y del apalancamiento asociado. Y tanto el gobierno como el sector privado impulsaron el apalancamiento. Desde luego, la pandemia y la guerra de Putin aumentaron el gasto público, pero también lo hicieron las tasas de interés ultrabajas a largo plazo y un mercado de bonos anestesiado por las medidas de los bancos centrales, como la expansión cuantitativa. Lo cierto es que había argumentos para financiar el gasto público focalizado con emisión de deuda a largo plazo. Sin embargo, los economistas prudentes que argumentaban a favor del gasto no insistieron lo suficiente en las salvedades de sus recomendaciones, y la grieta política se encargó de que el único gasto que pudo legislarse llegara a todos. Los políticos, como siempre, se valieron de teorías poco sólidas, pero convenientes (pensemos en la teoría monetaria moderna), que les daban licencia para gastar con desenfreno.
Los bancos centrales agravaron el problema al comprar deuda pública financiada con reservas a un día, lo que redujo los vencimientos del financiamiento de los balances consolidados del gobierno y del banco central. Esto significa que, a medida que aumentan las tasas de interés, las finanzas públicas —en especial, en países con crecimiento lento y un nivel de deuda importante— tendrán cada vez más problemas. Las consideraciones fiscales ya influyen en las políticas de algunos bancos centrales; por ejemplo, al Banco Central Europeo le preocupa el efecto de sus medidas de política monetaria en la “fragmentación”, es decir, que la rentabilidad financiera de la deuda de los países más débiles en términos fiscales se esfume frente a los rendimientos de los países más fuertes. Aun cuando los bancos centrales no hubieran anticipado los shocks, quizás deberían, al menos, haber detectado el cambio en el clima político que facilitó el gasto desenfrenado en respuesta a los shocks. Es posible que entonces hubieran actuado con más cautela a la hora de reprimir las tasas a largo plazo y defender las bajas tasas de política monetaria durante largos períodos.
El sector privado también recurrió al apalancamiento, tanto a nivel de los hogares (pensemos en Australia, Canadá y Suecia) como a nivel de las empresas. Pero existe otra preocupación nueva y en gran parte ignorada: la dependencia de la liquidez. Mientras que la Fed inyectaba reservas durante la expansión cuantitativa, los bancos comerciales financiaban en gran medida las reservas con depósitos a la vista procedentes del mercado interbancario, lo que efectivamente redujo el vencimiento de sus pasivos. Además, con el fin de generar retribuciones para el gran volumen de reservas de baja rentabilidad en sus balances, hicieron todo tipo de promesas de liquidez al sector privado (líneas de crédito comprometidas, margen de garantía para posiciones especulativas, etc.).
El problema es que cuando el banco central reduce su balance, es difícil para los bancos comerciales desplegar estas promesas con rapidez. El sector privado depende mucho más del banco central para contar con liquidez continua. Lo pudimos ver por primera vez en el Reino Unido, en octubre de 2022, con la tormenta política sobre las pensiones, que se calmó cuando el banco central intervino y el gobierno dio marcha atrás en sus extravagantes planes de gasto. No obstante, el episodio sugirió que un sector privado dependiente de la liquidez podría incidir en los planes del banco central de reducir su balance para contraer la política monetaria acomodaticia.
Y, por último, los altos precios de los activos invocan el fantasma de la acción asimétrica del banco central, en la que este aplica con rapidez una política acomodaticia en cuanto la actividad se ralentiza o los precios de los activos caen, pero es más reticente a aumentar las tasas cuando los precios de los activos aumentan, arrastrando con ellos la actividad. En efecto, en un discurso en la conferencia Jackson Hole de 2022 del Banco de la Reserva Federal de Kansas City, Alan Greenspan dijo que, si bien la Fed no podía detectar o evitar los auges de precios de los activos, "sí podría mitigar sus secuelas cuando se produjeran y, con suerte, facilitar la transición hacia la próxima expansión", convirtiendo a la asimetría en un canon de la política de la Reserva Federal.
Los altos precios de los activos, el elevado nivel de apalancamiento privado y la dependencia de la liquidez sugieren que el banco central estaría encarando la dominancia financiera (es decir, que la política monetaria responde a la evolución financiera del sector privado, y no a la inflación). Con independencia de si la Reserva Federal quiere ser dominada, el hecho de que el sector privado esté pronosticando que se verá obligada a recortar las tasas de política monetaria con rapidez ha dificultado su labor de retirar la política monetaria acomodaticia. Durante más tiempo, tendrá que ser más dura de lo deseado si el sector privado no tuviera estas expectativas. Esto significa que las consecuencias para la actividad mundial serán peores. Y también que, cuando los precios de los activos alcancen su nuevo equilibrio, los hogares, los fondos de pensiones y las compañías de seguros habrán sufrido pérdidas importantes, y estos no suelen ser los que se beneficiaron del aumento. Los fondos de pensiones públicos, la gente poco entendida y las personas relativamente pobres se quedan a la cola del auge de precios de los activos, con consecuencias distributivas problemáticas de las que el banco central es en parte responsable.
Un ámbito en el que la política de los bancos centrales de los países con moneda de reserva tiene consecuencias, si bien asumen poca responsabilidad, son los efectos de derrame externos de sus políticas. Es evidente que las políticas de los principales países con moneda de reserva afectan a la periferia a través de los flujos de capital y las variaciones de los tipos de cambio. El banco central de la periferia debe reaccionar sin importar si sus medidas de política son adecuadas para las condiciones internas; caso contrario, el país de la periferia sufre consecuencias a largo plazo, como auges del precio de los activos, endeudamiento excesivo y, al final, situaciones críticas causadas por el sobreendeudamiento. Volveré sobre esta cuestión en la conclusión.
Así pues, en resumen, aunque los bancos centrales pueden afirmar que se vieron sorprendidos por los recientes acontecimientos, también limitaron su propio margen de maniobra para la aplicación de políticas. Con sus políticas asimétricas y no convencionales, destinadas ostensiblemente a evitar que la tasa de política monetaria se acercara a su límite inferior, han generado varios desequilibrios que dificultan no solo la lucha contra la inflación, sino también el abandono de la combinación predominante de medidas de política, aun cuando el régimen de inflación haya pasado a ser un régimen de inflación sustancialmente más elevada. Los bancos centrales no son los espectadores inocentes por los que a veces se hacen pasar.
Expansión de su misión
Entonces, ¿qué sucede ahora? Los bancos centrales conocen bien la batalla contra la inflación alta y disponen de las herramientas para combatirla. Deberían tener libertad para hacer su trabajo.
No obstante, cuando los bancos centrales consigan disminuir la inflación, probablemente volvamos a un mundo con crecimiento bajo. Es difícil dilucidar qué podría contrarrestar los factores adversos del envejecimiento de la población, la desaceleración de China y un mundo lleno de desconfianza que se está militarizando y desglobalizando. Ese mundo de crecimiento bajo y, posiblemente, inflación baja, es un mundo que los bancos centrales no llegan a entender del todo. Las herramientas que los bancos centrales utilizaron tras la crisis financiera, como la expansión cuantitativa, no fueron especialmente eficaces para fortalecer el crecimiento. Además, las medidas agresivas de los bancos centrales podrían precipitar una mayor dominancia fiscal y financiera.
Así pues, cuando todo vuelva a la normalidad, ¿cuáles deberían ser las atribuciones de los bancos centrales? Naturalmente, los bancos centrales no son instituciones responsables de luchar contra el cambio climático o fomentar la inclusión. No suelen tener estos mandatos. En lugar de atribuirse competencias en ámbitos políticamente espinosos, es mejor que reciban su mandato de los representantes electos del pueblo. Pero ¿es sensato darles atribuciones en estos ámbitos? En primer lugar, la eficacia de las herramientas de los bancos centrales es limitada en ámbitos como la lucha contra el cambio climático o la desigualdad. En segundo lugar, el tener nuevas responsabilidades, ¿podría influir en la eficacia de sus mandatos principales? Por ejemplo, ¿podría el nuevo marco de la Reserva Federal, que le exige prestar atención a la inclusión, haber frenado los incrementos de las tasas de interés, ya que las minorías desfavorecidas suelen ser, desafortunadamente, los últimos en ser contratados en épocas de expansión? Por último, ¿podrían estos nuevos mandatos exponer al banco central a nuevas presiones políticas y dar lugar a nuevas formas de aventurerismo de los bancos centrales? Todo esto no es para decir que los bancos centrales no deban preocuparse por las consecuencias del cambio climático o por la desigualdad en sus mandatos explícitos. Podrían incluso seguir las instrucciones expresas de los representantes electos en algunas cuestiones (por ejemplo, comprar bonos verdes en lugar de bonos marrones al intervenir en los mercados), aunque esto plantea el riesgo de microgestión externa. Sin embargo, la tarea de luchar directamente contra el cambio climático o la desigualdad está mejor en manos del gobierno que del banco central.
Debemos entonces preguntarnos por su mandato y marcos de estabilidad de precios. El análisis anterior sugiere que los bancos centrales afrontan una contradicción fundamental. Hasta el momento, existía la impresión de que necesitaban un marco; por ejemplo, de adopción de metas de inflación, que les comprometiera a mantener la inflación dentro de una banda o alrededor de una meta. Sin embargo, como señala Agustín Carstens, Gerente General del Banco de Pagos Internacionales (BPI), un régimen de inflación baja puede ser muy diferente de un régimen de inflación alta. Según el régimen en el que se encuentren, podría ser necesario cambiar sus marcos. En un régimen de inflación baja, en el que la inflación se mantiene en niveles bajos, sin importar los shocks de precios, quizás tendrían que comprometerse a ser más tolerantes con la inflación en el futuro, a fin de aumentar la inflación en el presente. En otras palabras, como decía Paul Krugman, tienen que comprometerse a ser racionalmente irresponsables. Esto se traduce en la adopción de políticas y marcos que efectivamente les atan las manos, y en el compromiso de mantener una política acomodaticia durante un largo período. Sin embargo, como se señaló anteriormente, esto podría precipitar un cambio de régimen, por ejemplo, al relajar las limitaciones fiscales aparentes.
En cambio, en un régimen de inflación alta, en el que cada shock de precios provoca uno nuevo, los bancos centrales deben comprometerse firmemente a erradicar la inflación tan pronto como sea posible, en línea con el mantra que dice que “cuando miras la inflación a los ojos, ya es demasiado tarde”. Por lo tanto, el marco que induce el compromiso con la tolerancia de la inflación, necesario en el régimen de inflación baja, es incompatible con el que se necesita en el régimen de inflación alta. La cuestión es que los bancos centrales no pueden simplemente cambiar según el régimen, porque su compromiso se debilita. Tendrían que elegir un marco para todos los regímenes.
La elección del marco
De ser así, la balanza de riesgos sugiere que los bancos centrales deberían volver a centrarse en su mandato de lucha contra la inflación alta, para lo que deben usar herramientas estándar, como la política de tasas de interés. ¿Qué pasa si la inflación es demasiado baja? Quizás, como en el caso de la COVID-19, debamos aprender a vivir con ella y evitar herramientas como la expansión cuantitativa, cuyos efectos positivos sobre la actividad real son cuestionables; distorsionan el crédito, los precios de los activos y la liquidez, y son difíciles de abandonar. Podría decirse que, mientras la inflación baja no entre en una espiral deflacionaria, los bancos centrales no tendrían que inquietarse demasiado por ello. No son las décadas de inflación baja las que desaceleraron el crecimiento y la productividad laboral de Japón. El envejecimiento y la reducción de la fuerza laboral tienen más parte de culpa.
No es bueno complicar los mandatos de los bancos centrales, si bien un mandato más sólido posiblemente ayude a mantener la estabilidad financiera. Por un lado, las crisis financieras suelen venir acompañadas de una inflación excesivamente baja, difícil de combatir para los bancos centrales. En segundo lugar, su forma de abordar un período prolongado de inflación demasiado baja, como hemos visto, alimenta el aumento de los precios de los activos y, como consecuencia, el apalancamiento y el posible aumento de la inestabilidad financiera. Desafortunadamente, aunque los teóricos de la política monetaria afirman que es mejor ocuparse de la estabilidad financiera mediante la supervisión macroprudencial, esto hasta el momento no ha demostrado ser eficaz, como demuestran los auges de precios de la vivienda en importantes economías. Además, las políticas macroprudenciales podrían tener un impacto limitado en ámbitos del sistema financiero que son nuevos o están alejados de los bancos; prueba de esto son las burbujas y el estallido de las criptomonedas y las acciones meme. Si bien es necesario que la regulación macroprudencial tenga una mejor cobertura del sistema financiero, en especial del sistema financiero paralelo no bancario, también debemos recordar que la política monetaria, en palabras de Jeremy Stein, "llega a todos los rincones". Tal vez entonces, este poder debería venir acompañado de algo de responsabilidad.
¿Y qué sucede con la responsabilidad por las consecuencias externas de sus políticas? Cabe destacar que los bancos centrales que están más centrados en la estabilidad financiera interna estarían más dispuestos a adoptar políticas monetarias con menores efectos de derrame. En cualquier caso, los bancos centrales y el mundo académico deberían entablar un diálogo sobre los efectos de derrame. Un diálogo sin ningún tipo de tinte político podría inaugurarse en la sede del BPI, en Basilea, donde los bancos centrales se reúnen con regularidad. Después, el diálogo puede trasladarse al FMI, con la participación de representantes de los gobiernos y más países, y un debate sobre cómo deben modificarse los mandatos de los bancos centrales en un mundo integrado. No obstante, a la espera de este diálogo y de un consenso político sobre los mandatos, que los bancos centrales vuelvan a centrarse en su mandato principal de luchar contra la inflación alta y al mismo tiempo respeten el mandato secundario de mantener la estabilidad financiera podría ser suficiente.
¿Condenará este doble mandato a un mundo de bajo crecimiento? No, pero la obligación de fomentar el crecimiento volverá a recaer en el sector privado y en los gobiernos, que es donde pertenece. Los bancos centrales más enfocados en su mandato y menos intervencionistas probablemente obtendrían mejores resultados que los que nos toca vivir hoy: alta inflación, alto nivel de apalancamiento y bajo crecimiento. Para los bancos centrales, menos podría ser, en efecto, más.
Las opiniones expresadas en los artículos y otros materiales pertenecen a los autores; no reflejan necesariamente la política del FMI.