Es momento de replantear las bases y el marco de la política monetaria
En 2008, la Reina Isabel II formuló una famosa pregunta a los profesores de la Escuela de Economía de Londres (LSE) acerca de la crisis financiera mundial: “¿Por qué nadie la vio venir?”. Si Carlos III siguiera los pasos de su madre, seguramente haría hoy una pregunta similar, pero acerca de la alta inflación.
Este interrogante es más apremiante por dos razones. Primero, antes del reciente aumento de la inflación a niveles no observados en 40 años, muchos bancos centrales de economías avanzadas estaban abrumadoramente preocupados por la baja inflación. Segundo, argumentaban con seguridad que la inflación era transitoria y no pudieron contenerla aun cuando los precios subían rápidamente. Los acontecimientos que la dispararon, especialmente las perturbaciones del comercio y la producción debido a la pandemia y la guerra en Ucrania, ocurrieron del lado de la oferta, y se consideró que estaban fuera del ámbito de la política monetaria. Pero el impacto de los hechos desencadenantes en la inflación varía según las condiciones financieras preexistentes, que a su vez están determinadas por la política monetaria. Las autoridades de los bancos centrales, por lo tanto, no son totalmente inocentes.
Así como cuando la reina planteó su pregunta a los profesores de la LSE, toca una vez más que los académicos y las autoridades de los bancos centrales hagan un profundo examen de conciencia acerca del marco de política monetaria vigente y, más fundamentalmente, del modelo intelectual que lo sustenta.
Temor infundado
El temor habitual a una deflación y la caída de las tasas de interés a su nivel más bajo posible (el límite inferior cero) fue bien formulado en un discurso de Jay Powell, presidente de la Reserva Federal, durante la conferencia de Jackson Hole en agosto de 2020: “[S]i las expectativas de inflación caen por debajo del nivel de 2% fijado como meta, las tasas de interés disminuirían en tándem. A su vez, tendríamos menos margen para bajar las tasas de interés a fin de estimular el empleo durante una desaceleración económica, reduciendo nuestra capacidad de estabilizar la economía con un recorte de las tasas de interés. Hemos visto esta dinámica adversa en otras economías importantes del mundo y hemos aprendido que, una vez que se instala, puede ser muy difícil superarla. Queremos hacer todo lo posible para impedir que esa dinámica se dé aquí”.
Este es el meollo del argumento empleado por los bancos centrales para justificar una enérgica relajación monetaria en respuesta a una inflación decreciente. Suena plausible, pero debe fundamentarse con hechos. Y las experiencias de las “otras economías importantes”, con lo cual obviamente Powell se refería a Japón, arrojan dudas sobre la validez del relato.
Japón por cierto alcanzó el límite inferior cero de las tasas de interés mucho antes que otras economías. Pero si esto hubiera sido una grave limitación para la política, la tasa de crecimiento de Japón habría sido menor que la de sus pares del Grupo de los Siete (G-7). Sin embargo, el crecimiento del PIB japonés por persona estuvo en consonancia con el promedio del G-7 desde 2000 (cuando las tasas de interés del Banco de Japón llegaron a cero y se adoptó una política monetaria no convencional) hasta 2012 (justo antes de que el balance del banco central comenzara a inflarse). El crecimiento del PIB de Japón por persona en edad activa fue el más alto entre los países del G-7 durante el mismo período.
El “gran experimento monetario” del Banco de Japón en los años siguientes a 2013, cuando su balance se expandió de 30% a 120% del PIB, es nuevamente elocuente. Respecto a la inflación, el impacto fue moderado. Y respecto al crecimiento, su efecto también fue moderado. Esto sucedió no solo en Japón sino también en muchos otros países que del mismo modo adoptaron una política no convencional después de 2008.
Esto no significa que una política monetaria no convencional nunca tenga efecto. Puede llegar a ser extremadamente potente, dependiendo del momento de su aplicación. Un caso concreto es la orientación prospectiva, la fuerte señal que da el banco central a los mercados sobre el rumbo planeado de su tasa de interés de referencia a fin de influir en las tasas de interés a largo plazo. Cuando la economía está debilitada, la orientación prospectiva no es muy eficaz porque los participantes del mercado esperan que las tasas de interés permanezcan bajas de todos modos. Pero cuando la economía es golpeada por un shock sorpresivo de demanda u oferta, la orientación prospectiva de mantener bajas las tasas de interés puede volverse repentinamente demasiado expansiva e inflacionaria. Esto puede explicar en parte lo que estamos viendo ahora.
Ingenuidad política
La adopción generalizada de metas flexibles de inflación promedio —que explícitamente permitían que la inflación superara la meta— también contribuyó a que los bancos centrales no endurecieran antes la política. Cuando decidieron superar esas metas, las autoridades de los bancos centrales se olvidaron de la dificultad intrínseca de contener a tiempo la política monetaria aun cuando sus predecesores se habían topado con dificultades similares muchos años antes. Surge entonces la pregunta: En una sociedad democrática en la que las autoridades de los bancos centrales no son elegidas, ¿cabe que estas le pidan al gobierno y a los legisladores recortar los planes de gasto inflacionario que prometieron para que los eligieran?
Quizá los bancos centrales la tuvieron demasiado fácil durante la “Gran Moderación”, los 20 años aproximados de crecimiento sostenido e inflación estable que comenzaron a mediados de la década de 1980. El relato imperante de una política monetaria exitosa aplicada por los bancos centrales independientes durante ese período puede haberse debido a la buena suerte y a circunstancias fortuitas. La economía mundial se benefició de factores favorables del lado de la oferta, tales como el ingreso de economías en desarrollo y de antiguas economías socialistas a los mercados mundiales, rápidos avances en la tecnología de la información y un contexto geopolítico relativamente estable. Estos factores permitieron que coexistieran una baja inflación y un crecimiento relativamente elevado. La tarea de los bancos centrales no exigió un alto grado de mandato político.
Después de atravesar esos tiempos pacíficos, cuando la independencia del banco central pasó a ser ampliamente aceptada, los bancos centrales comenzaron a emplear una política monetaria no convencional, con una suposición algo ingenua de que la política podía desarmarse fácilmente cuando fuese necesario. Lamentablemente, el mundo ha cambiado. El contexto que propició factores benignos por el lado de la oferta está bajo amenaza desde muchos frentes: el intensificado riesgo geopolítico, un populismo en alza y la pandemia han trastornado las cadenas mundiales de suministro. Los bancos centrales se enfrentan ahora a la disyuntiva entre inflación y empleo, lo cual hace muy complejo revertir las medidas.
Repensar el marco
Al reflexionar sobre por qué las autoridades de los bancos centrales pasaron por alto la ola de inflación, debemos reconsiderar el modelo intelectual en el cual nos hemos basado, y por consiguiente actualizar nuestro marco de política monetaria. Destaco tres temas que deberían tenerse en cuenta.
Primero, es preciso reevaluar si debemos seguir concentrándonos en los peligros de una deflación y el límite inferior cero para las tasas de interés. Esto debe considerarse con urgencia porque afecta el punto final del actual ciclo de contracción. Como la inflación de Estados Unidos muestra signos de haber atravesado su pico, algunos economistas ya están reclamando una meta de inflación más alta y por ende menos contracción adicional para mantener un amplio margen de seguridad y no correr el riesgo de una deflación.
Soy escéptico acerca de este argumento. Aun cuando hubiéramos entrado en la crisis financiera mundial con una meta de inflación más alta y mayor espacio para reducir las tasas de interés, la economía mundial no habría seguido un curso sustancialmente distinto. Coincido con Paul Volcker, el expresidente de la Reserva Federal a quien se le reconoce haber terminado con la alta inflación de Estados Unidos en los años setenta y comienzos de los ochenta: “la deflación es una amenaza impuesta por un quebrantamiento crítico del sistema financiero”. Eso es exactamente lo que ocurrió en los años treinta y no ocurrió en 2008, aunque estuvimos a punto. La diferencia clave fue que los esfuerzos para impedir un colapso del sistema financiero fueron más eficaces en 2008.
Un mayor margen para recortar las tasas no ofrecería ningún alivio si los desequilibrios financieros se debieran, por ejemplo, a las crisis financieras y burbujas de activos producto del fácil acceso al crédito. En consecuencia, los bancos centrales no pueden estar atentos solo a los acontecimientos macroeconómicos como la inflación y la brecha del producto. También deben prestar atención a lo que está ocurriendo en las instituciones y los mercados financieros.
Segundo, debemos reflexionar sobre por qué los bancos centrales se vieron forzados a aplicar una prolongada política monetaria más expansiva y cuáles fueron las consecuencias. Un caso concreto es Japón, donde su crecimiento estancado debido a factores estructurales —en particular, un rápido envejecimiento y una reducción de la población— fue malinterpretado como una debilidad cíclica. Esto dio lugar a décadas de expansión monetaria. Esto no es lo mismo que decir que un descenso de la tasa de interés es una respuesta a un descenso de la tasa natural de interés. Más bien, la política monetaria se convirtió en una solución rápida para los problemas estructurales que exigían una reforma más radical.
Curiosamente, en los debates acerca de la política monetaria a menudo se da por sentado que la expansión y contracción monetaria llegan alternativamente en un espacio temporal relativamente corto. De ser así, justificaría la idea tradicional de que la expansión monetaria incide solo en el lado de la demanda. Pero si esa expansión tiene lugar durante un período más largo, digamos, de 10 años o más, entonces los efectos adversos en el crecimiento de la productividad debidos a una inadecuada asignación de recursos se vuelven graves. La política monetaria no debería guiarse por consideraciones del lado de la oferta, pero tampoco debería ignorarlas.
Diferencias nacionales
Por último, debemos prestar atención a las diferencias nacionales respecto de la forma en que cada país diseña su marco de política monetaria. Prácticas de empleo diferentes, por ejemplo, generan una dinámica salarial diferente y, en todo caso, una dinámica inflacionaria diferente. En Japón, la inflación de precios al consumidor se está acelerando, pero a un ritmo mucho más lento que en otras economías avanzadas. Eso se debe principalmente a la singular práctica de “empleo a largo plazo”: los trabajadores japoneses, especialmente de grandes empresas, están protegidos por un contrato implícito conforme al cual los jefes tratan a toda costa de evitar despidos. Esto los hace cautos a la hora de ofrecer aumentos salariales permanentes a menos que estén verdaderamente confiados acerca del crecimiento futuro. Esto se traduce en una menor inflación.
Incluso en una economía globalizada, las diferencias en el contrato social o en la estructura económica importan. Esto debilita el fundamento de una estrategia de metas de inflación que sea uniforme y aplicable a todos los casos. No debemos olvidar por qué no podemos encontrar una buena alternativa al sistema de tipos de cambio flexibles: los países tienen diferentes preferencias macroeconómicas, y las consiguientes diferencias entre los países se reflejan en el ascenso y caída de sus monedas. El ancla para una moneda (si es que existe alguna) puede establecerse únicamente mediante un firme compromiso del banco central de frenar la inflación con endurecimiento de la política monetaria y ser el prestamista de última instancia, no mediante el simple acto de fijar una meta de inflación.
La fijación de metas de inflación fue una innovación que surgió en respuesta a la severa estanflación de los años setenta y principios de los ochenta. No hay razón para creer que es definitiva. Ahora que conocemos sus limitaciones, es el momento propicio para reconsiderar la fundamentación intelectual en la que nos hemos basado durante los últimos 30 años y renovar nuestro marco de política monetaria.
Las opiniones expresadas en los artículos y otros materiales pertenecen a los autores; no reflejan necesariamente la política del FMI.