Tras la pandemia ha surgido una sensación de libertad en cuanto a ubicación geográfica que no se había experimentado en un buen tiempo.
¿Qué impacto tendrá en las ciudades, motores de la economía mundial, el doble golpe de la pandemia de COVID‑19 y la revolución del teletrabajo? Los humanos son seres sociales, y las interacciones vivas son especialmente valiosas para transmitir información compleja y con matices, así como para disfrutar de la vida. Siempre que no nos enfrentemos a una nueva y más letal pandemia en el futuro próximo, las ciudades del mundo desarrollado se recuperarán en buena medida; así de fuerte es el atractivo que ejercen para los sectores que exigen muchos conocimientos y para los trabajadores jóvenes. En el mundo desarrollado, las ciudades ya han remontado, pero quizá deban afrontar costos en el futuro si la merma de los viajes de negocios da lugar a una reducción de la inversión directa.
Como se ha constatado, las pandemias pueden ser sumamente costosas, tanto en vidas perdidas como en trastornos económicos. La principal enseñanza de la COVID‑19 es que el mundo rico debería invertir más en sistemas públicos de sanidad y atención médica para evitar pandemias en el futuro. Esto debe implicar también invertir más en las regiones más pobres del planeta.
Las ciudades conectan a la gente, y la proximidad a las urbes trae consigo muchas ventajas económicas y sociales. Las conexiones urbanas han propiciado la creatividad colaborativa desde cuando Sócrates y Platón discutían en las calles de Atenas. La gente gana más en las ciudades que en las zonas rurales, y desde hace mucho tiempo las ciudades han sido lugares en los que los desposeídos y desplazados buscan y a menudo encuentran oportunidades económicas. Las ciudades también aportan las ventajas de la proximidad, como la posibilidad de compartir una comida en un restaurante o el costo de visitar un museo o asistir a una actividad artística. Las tasas de suicidio son más bajas en las ciudades que en las zonas rurales, lo que puede denotar mayor salubridad mental.
De Atenas a Nueva York
Pero la densidad tiene desventajas, y una de las más terribles es la transmisión de enfermedades. A lo largo de milenios, los seres humanos han acumulado experiencia con las epidemias en las ciudades. La primera epidemia bien documentada de peste asoló Atenas en el año 430 a. C., y ayudó a Esparta a derrotar a Atenas en las Guerras del Peloponeso, poniendo fin a la edad de oro de Atenas. Según documenta Matthew Kahn (2005), los desastres naturales infligen mucho más daño en las sociedades más débiles, y lo mismo se puede decir de las epidemias. Los estragos causados por la peste de Justiniano en Constantinopla en 541 d.C. quizá fueron aún mayores. Llevó a Europa a siglos de desolación, pobreza generalizada y caos político. Las secuelas fueron funestas porque golpearon a un continente que ya estaba en una situación precaria.
Las epidemias, pese a ser terribles, pueden tener consecuencias favorables para los que las sobreviven. La peste negra mató quizá a un tercio de la población de Europa en el siglo XIV, pero la consiguiente escasez de mano de obra elevó los salarios y mejoró la situación económica de los sobrevivientes. El resultante aumento de la riqueza per cápita ayudó a impulsar el renacimiento urbano del siglo XV.
Los comienzos de la globalización en el siglo XIX aceleraron la propagación de enfermedades como la fiebre amarilla y el cólera. Cada una de estas enfermedades se cobró las vidas de una mayor proporción de la población que la COVID‑19. Pero pese a las muertes, las ciudades no dejaron de atraer a millones de migrantes. La vida rural era ardua y ofrecía escasas recompensas económicas. Los muy pobres están dispuestos a hacer casi cualquier cosa por escapar de la pobreza, y de ahí que sea probable que la COVID‑19 no desaliente mucho la urbanización en los países pobres. Las ciudades del siglo XIX también siguieron creciendo gracias a que realizaron inversiones en agua potable y sanidad. Las grandes inversiones en salud pública, como el acueducto Croton de Nueva York, marcaron un punto de inflexión en la historia, a partir del cual los gobiernos empezaron a salvar vidas en lugar de solo dar muerte a sus enemigos.
Esas inversiones ayudaron a abrir las puertas a un siglo de buena fortuna que duró desde 1919 hasta 2019, al menos en el mundo rico. El VIH se cebó en buena parte de África subsahariana, pero tuvo un impacto mucho menor en otras regiones, sobre todo tras el desarrollo de medicamentos antirretrovirales. Las infecciones de transmisión sexual son inherentemente menos preocupantes que las que se transmiten por el aire. Se puede evitar el sexo, pero no así respirar. Por otro lado, brotes posibles de SARS, MERS, ébola y fiebre porcina fueron contenidos sin mayores daños. Estos antecedentes ayudan a explicar por qué el mundo menospreció tanto el riesgo de una pandemia mundial antes de 2020. Lamentablemente, nos resulta muy difícil confiar en que los daños económicos y humanos infligidos por la COVID‑19 persuadirán a las autoridades de que se debe invertir más diligentemente en la prevención de epidemias.
La experiencia del mundo rico con la COVID‑19 está determinada por las tecnologías que nos permitieron a muchos de nosotros aislarnos socialmente y seguir devengando un salario. En mayo de 2020, en el apogeo del teletrabajo, dos tercios de los estadounidenses con instrucción avanzada trabajaban desde casa. Los datos de Google sobre movilidad muestran que las visitas a los lugares de trabajo en Estados Unidos en agosto de 2022 seguían estando 28% por debajo del nivel observado antes de la pandemia. En Manhattan y Londres, la presencia en el lugar de trabajo se redujo más de 45%.
Esta transición hacia modalidades de trabajo a distancia e híbridas introduce la posibilidad de oficinas permanentemente vacías y de un ciclo de descenso para las ciudades: al haber menos trabajadores se reduce la demanda de servicios locales, lo cual genera desempleo y disminuye el gasto en servicios públicos, provocando así una mayor desbanda de trabajadores. Sin duda, a escala individual hay ciudades que están en riesgo, especialmente si permiten que la delincuencia destruya la calidad de vida en las ciudades. Tras la pandemia ha surgido una sensación de libertad en cuanto a ubicación geográfica que no se había experimentado en un buen tiempo.
Ventajas dinámicas
Hay por lo menos cuatro razones que nos llevan a pensar que las ciudades en general —en países ricos y pobres— no solo sobrevivirán sino que prosperarán. En primer lugar, la idea de que la tecnología hará obsoletas las interacciones personales no es nueva y ha sido rebatida muchas veces. El fallecido periodista Alvin Toffler predijo en 1980 el vaciamiento de las oficinas, pero a lo largo de la mayor parte de los últimos 40 años el problema ha sido la escasez y no el exceso de oficinas. Los cambios tecnológicos no solo permiten la comunicación a larga distancia, sino que potencian de forma radical las ventajas del aprendizaje, que se ve facilitado por las interacciones entre personas.
Las ventajas dinámicas de congregar a la gente se ven confirmadas por los datos de productividad. Nicholas Bloom (2015) y sus coautores han demostrado que cuando los trabajadores de los centros de recepción de llamadas de clientes en China fueron enviados de forma aleatoria a trabajar desde casa, su productividad, medida en función del número de llamadas por hora, en realidad mejoró. Una investigación más reciente de Natalia Emanuel y Emma Harrington (2020) sobre trabajadores de centros de recepción de llamadas en Estados Unidos indica que la productividad prácticamente no varía cuando el trabajo se realiza desde casa. Ambos estudios asimismo indican que cuando el trabajo se realiza a distancia la probabilidad de que los trabajadores reciban ascensos disminuye más de 50%. Si los trabajadores de los centros de llamadas están solos, ¿cómo van a recibir consejos sobre cómo hacer más eficazmente su trabajo, y cómo se percatarán sus jefes de que se les puede asignar casos más complejos?
En el mismo sentido, José Morales-Arilla y Carlos Daboin Contreras (2021) documentaron que durante la pandemia de COVID disminuyeron las nuevas contrataciones para teletrabajo. Si bien Microsoft llegó a la conclusión de que la productividad de sus programadores no disminuía cuando trabajaban a distancia, los anuncios para programadores en Burning Glass Aggregate, una cartelera de empleos en línea, disminuyeron más de 40% en el curso de 2020. Esta reducción es compatible con la noción de que los empleadores no piensan que los nuevos trabajadores puedan asimilar la cultura de trabajo de la empresa si no interactúan con sus colegas. Más recientemente, investigadores de Microsoft han indicado que “el teletrabajo a escala de toda la empresa ha hecho que la red de colaboración de trabajadores se torne más estática y segmentada”, y observan “una disminución de la comunicación sincrónica y un aumento de la comunicación asíncrona”, lo que en suma “puede hacer que a los empleados les resulte más difícil adquirir e intercambiar nueva información en la red”. Y hay abundantes datos que apuntan a que el aprendizaje a distancia a ha sido nefasto para los niños.
Costos compartidos
En segundo lugar, las ciudades son centros de consumo y de producción por excelencia. De la aglomeración urbana surgen tanto mejores restaurantes como mejores contadores. En las ciudades, las personas pueden compartir los costos fijos de los museos o de los recitales. Entre las décadas de 1970 y de 2000, en las ciudades los precios subieron mucho más velozmente que los salarios, lo que corrobora la idea de que a las personas les atraía cada vez más estar en las ciudades para aprovechar sus ventajas. Mientras algunas personas de mayor edad han decidido no regresar más al trabajo presencial en la oficina, muchos trabajadores más jóvenes han mostrado muchas ganas de reanudar las interacciones sociales en persona; un trabajo puede ser una fuente de ingreso y a la vez ser gratificante.
En tercer lugar, los precios se ajustarán para garantizar que las oficinas no queden permanentemente vacías, al menos en las ciudades donde hay una demanda razonable de espacio para oficinas. Antes de la pandemia había una fuerte escasez de inmuebles comerciales en ciudades como Nueva York, San Francisco y Londres, con precios que excluían de esos mercados a muchas empresas más pequeñas, más nuevas y menos rentables. Los propietarios de inmuebles rebajarán los arrendamientos hasta encontrar empresas interesadas en esos espacios. Desde luego, en algunos mercados más modestos, que estaban luchando por sobrevivir antes de la COVID, es posible que la demanda caiga hasta el punto en que los propietarios opten por abandonar los inmuebles en lugar de alquilarlos a precios irrisorios. Pueden ser reconvertidos en viviendas o, lo que sería peor, quedar vacantes.
En cuarto lugar, gran parte del mundo sigue siendo pobre, y para los pobres, los atractivos económicos de la urbanización eclipsan fácilmente los temores sobre los costos en materia de salud. Los datos de Google sobre movilidad muestran que las visitas al lugar de trabajo ahora han superado con creces los niveles observados antes de la pandemia en ciudades como São Paulo, Brasil, y Lagos, Nigeria. Por otro lado, los trabajadores cualificados que viven en ciudades más pobres en realidad se verán beneficiados gracias a que las videoconferencias facilitan la conexión con el mundo rico. No obstante, la disminución de los viajes de negocios puede reducir la inversión extranjera directa en las ciudades del mundo en desarrollo. Antes de la pandemia, la comunicación aérea entre ciudades era un buen indicador de los vínculos financieros (Campante y Yanagizawa-Drott 2018).
Ganadores y perdedores
Incluso si la fortaleza de las ciudades en general se mantiene, es posible que algunas resulten perjudicadas. En cierto modo, las tendencias del auge urbano desde 2019 se asemejan a las observadas en Estados Unidos en la posguerra, pero potenciadas. Las ciudades sureñas del denominado Sun Belt (franja o cinturón de sol), como Austin, Texas y Phoenix, Arizona, han prosperado mucho en términos de precios inmobiliarios, empleo o construcción de viviendas. De hecho, es posible que en estas zonas los mercados inmobiliarios se hayan disparado más de la cuenta y es muy probable que experimenten una corrección en el futuro próximo.
Mientras tanto, las ciudades del denominado Rust Belt (el deteriorado cinturón manufacturero) se han visto especialmente perjudicadas. Para empresas en ciudades como Chicago y Detroit, la teleconferencia quizá sea una importante herramienta de comunicación con proveedores y clientes más que un instrumento que posibilita el teletrabajo. A las empresas que alguna vez se ubicaron en el distrito comercial, o Loop, de Chicago porque eso les facilitaba el acceso a contadores y abogados ahora les resulta igual de conveniente estar en Miami y abastecerse de servicios locales. Quizá las reuniones más importantes aún deban celebrarse cara a cara, pero las interacciones más cotidianas sin duda pueden realizarse en línea. Las dinámicas empresas emergentes, desalentadas por los precios de Silicon Valley, tienden mucho más a trasladarse a Austin, antes que renunciar por completo a las oficinas y optar por el teletrabajo. La lógica hace pensar que la búsqueda de talentos se ha intensificado, y que eso beneficiará a las zonas que ofrecen atractivos codiciados especialmente por los trabajadores cualificados.
Aunque las ciudades del mundo en desarrollo han retornado al trabajo, en muchos casos sus economías siguen estando deprimidas. A diferencia de Estados Unidos y otras economías avanzadas, estos países no pueden inyectar en sus economías billones de dólares de fondos de estímulo para mitigar el impacto de la desaceleración provocada por la COVID. A los países pobres les es más difícil endeudarse, y eso significa que los recursos internos cobran más importancia. El PIB de África se redujo 2% en 2020, según datos del Banco Mundial, y esa cifra quizá subestima el verdadero daño económico que sufrieron muchas comunidades. Algo que preocupa aún más es que las tasas de vacunación en las partes más pobres del planeta siguen siendo bajas.
Estas bajas tasas de vacunación son intrínsecamente problemáticas porque significan que más personas en los países pobres morirán a causa de la COVID‑19. Y existe el riesgo de que nuevas variantes de la COVID aparezcan en el mundo pobre y se propaguen desde ahí. En los últimos 60 años, la mayoría de los “eventos de contagio” —acontecimientos relacionados con la salud que propagan enfermedades más allá de las fronteras de un país— se han originado en algunas de las partes más pobres del planeta.
En regiones anegadas por la pobreza, la gente a menudo está en más contacto con formas de vida salvaje portadoras de enfermedades, los vectores como los mosquitos sobreviven más tiempo y la sanidad es más limitada. Da la impresión de que el mundo está participando en un experimento científico letal, a la espera de una nueva plaga que surgirá en regiones relativamente poco vigiladas y con escasos recursos, y que de ahí se propagará el resto del mundo.
¿Qué se puede hacer para reducir el riesgo de otra pandemia? El FMI presenta un modelo sobre cómo los países más ricos pueden ayudar a los más pobres a cambio de reformas de las políticas. Ese modelo podría adaptarse con facilidad para evitar futuras pandemias. Un siguiente paso natural sería que los países ricos emprendan un amplio proceso de intercambio con los países pobres sobre cuestiones relacionadas con la salud. A cambio de recibir abundante asistencia para el desarrollo de infraestructura de salud pública, los países beneficiarios se comprometen a adoptar medidas para mantener a los seres humanos alejados de animales portadores de enfermedades, para vigilar mejor nuevas enfermedades y para reaccionar con rapidez y contener la transmisión.
Afortunadamente, el mundo y sus ciudades parecen haber sobrevivido la pandemia de COVID‑19 más o menos intactos. Quizá no tengamos tanta suerte la próxima vez. El resultado de la autocomplacencia en 2020 fue millones de muertes y enormes perturbaciones económicas. El mundo tiene que aprender de esa lección y realizar inversiones sanitarias en todo el planeta o exponerse al riesgo de tener que soportar una pandemia incluso peor.
Las opiniones expresadas en los artículos y otros materiales pertenecen a los autores; no reflejan necesariamente la política del FMI.
Referencias:
Bloom, Nicholas, James Liang, John Roberts y Zhichun Jenny Ying. 2015. “Does Working from Home Work? Evidence from a Chinese Experiment”. Quarterly Journal of Economics 130 (1): 165–218.
Campante, Filipe, y David Yanagizawa-Drott. 2018. “Long-Range Growth: Economic Development in the Global Network of Air Links”. Quarterly Journal of Economics 133 (3): 1395-458.
Emanuel, Natalia, y Emma Harrington. 2020. “ ‘Working’ Remotely? Selection, Treatment, and the Market Provision of Remote Work”. Inédito.
Kahn, Matthew. 2005. “The Death Toll from Natural Disasters: The Role of Income, Geography, and Institutions”. Review of Economics and Statistics 87 (2): 271-84.
Morales-Arilla, José, y Carlos Daboin Contreras. 2021. “Remote Work Wanted? Analyzing Online Job Postings during COVID‑19”. Up Front (blog), Brookings Institution, 12 de agosto.